I. La participación como estrategia de la  modernización

 

La noción de participación social[1] emerge en Chile de la mano de la modernización del aparato estatal y como componente de muchas de sus iniciativas[2]. En esta vía se han ido implementando una serie de reformas que intentan dar solución a los distintos problemas asociados a la obsolescencia de mecanismos y prácticas presentes en la gestión pública, en las que la participación social se constituye como uno de los ejes centrales de la modernización. "En el marco de la modernización de la gestión pública, la participación es concebida como una estrategia básica para la consolidación del sistema democrático, el logro del bienestar y la inclusión e integración social" (MINSAL, 2005: 1).

 

Tanto la satisfacción usuaria, como la equidad son los "principios orientadores y estratégicos del proceso de modernización del sector público."(MINSAL, 2005:1) cuestiones que han sido implementadas a través de mecanismos de descentralización acompañados del fomento de la participación social.

 

Pero no es sólo en torno a la semántica de la modernización que se debate sobre participación social. Lo cierto es que la participación es reivindicada por diferentes tendencias ideológicas que reacondicionan la idea de participación según los fines que persiguen.

 

En base a la flexibilidad que ostenta dicho concepto y a las negociaciones y conflictos que dentro de sus límites se despliegan, creemos más adecuado referirnos a la participación no como concepto sino que como un marco de referencia. Dicha perspectiva nos permitirá aproximarnos de mejor forma a los debates que dentro de sus fronteras se han generado.

 

II. Participación, democracia y poder

 

A nuestro entender hay dos nociones centrales sobre las cuales se enclava la idea de participación.  Estamos hablando de democracia y poder.

 

Siguiendo lo planteado por el informe PNUD Chile 2004 entendemos a la democracia como régimen político y a la vez como forma de convivencia. Como régimen político establece las normas y principios de la vida colectiva, la organización, administración y distribución del poder -teniendo como premisa el resguardo de la soberanía popular y de los objetivos que ella se ha planteado-. Como forma de convivencia la idea de democracia opera movilizando valores asociados al respeto, a la tolerancia, a la participación, constituyéndose en una suerte de imagen normativa sobre la forma más conveniente de vivir en comunidad (pp. 248). Es decir, la democracia emerge como medio y como fin, siendo un horizonte normativo, pero a la vez un proceso histórico inacabado y vital, donde se debaten los proyectos de sociedad.

 

Básicamente se han agrupado rasgos en torno a dos modelos o mecanismos democráticos: el de tipo representativo, que como su nombre lo indica opera a través de representantes elegidos por los ciudadanos; y el de tipo directo, que idealmente se vale de formas directas, valga la redundancia, de ejercer el poder por parte de los ciudadanos.

 

La democracia en cualquiera de sus formas se monta sobre los principios fundamentales de la modernidad entre los que encontramos como horizontes utópicos la emancipación y la autonomía de los sujetos y de los pueblos; y la universalidad humana, promotora de la igualdad entre las personas en relación a sus derechos y deberes para con su comunidad.

 

A pesar de lo maravilloso de los principios modernos emanados de la revolución francesa, en los últimos años ha ido tomando cuerpo una crisis profunda de legitimidad de la democracia. El problema se encuentra, no en las premisas inherentes a la forma democrática como expresión de los principios fundadores de la modernidad, sino en el tipo de orden que bajo este concepto resulta legitimado cuando se instrumenta una democracia de tipo representativa. En términos generales lo que está en entredicho es la representación de la ciudadanía.

 

El problema de la representación se funda en una definición de comunidad soberana, como compuesta por sujetos anclados por una relación de identidad homogenizante. Esto quiere decir que al homologar a los sujetos según dicho procedimiento se esfuman las distinciones y diferencias que son las que hoy en día impiden entender a los individuos como iguales pero no homogéneos. El correlato de tal situación es la falta de representación de varios sectores de la ciudadanía que no se ajusta a la definición abstracta y homogénea que se ha hecho de ella. En definitiva, nos encontramos frente a un rebasamiento de los mecanismos clásicos de toma de decisiones (Font, J. en Zicardi 2004) y un aumento progresivo de la desconfianza en la eficacia de la representación, produciéndose una crisis de legitimidad.

 

En la búsqueda de mecanismos democráticos que logren subsanar el problema de la legitimidad surge la participación ciudadana. Si se quiere, la participación ciudadana puede ser ubicada entre los mecanismos propios de la democracia directa, pero regularmente se ha quedado a mitad de camino entre ésta y la de tipo representativo. Por ello algunos autores están hablando de democracia participativa. Barozet (2005) se refiere a la democracia participativa, como inscrita en el territorio intermedio entre las formas representativa y directa, que con premisas como la descentralización y la responsabilidad de los ciudadanos en sus entornos más directos, retoma elementos de la democracia directa, pero generando instrumentos para la mejora de la democracia representativa.

 

La participación en la escena contemporánea lleva implícito el debate sobre la idea de poder y sobre su distribución, desde el momento que se inscribe en la organización que las sociedades se dan a sí mismas. La idea de poder puede ser abordada, siguiendo a Foucault desde dos sistemas de análisis del poder, uno proveniente de los filósofos del siglo XVIII, que lo visualiza como una entidad abstracta a ser cedida y que debe ser distribuida en función de un contrato o matriz política, la cual tendría sus límites en la opresión. El otro que entiende el poder como el despliegue de relaciones de fuerza, es decir, como algo que simplemente se ejerce en todas las relaciones bajo el esquema de dominación-represión.

 

La idea de poder, para aproximarla a nuestra reflexión sobre la participación, requiere ser abordada desde una esfera individual, pero a la vez desde una estructural. El poder no es sólo la capacidad de los individuos de movilizar recursos para construir un entorno favorable al logro de su existencia deseada, sino que además, se vincula con las posibilidades que otorga la acción conjunta cuando se articulan los poderes individuales (PNUD Chile, 2004).

 

Hemos tomado las cuatro dimensiones que el informe del PNUD 2004 define para comprender el poder: la soberanía personal real, las estructuras asimétricas, el imaginario social del ejercicio del poder y la autodeterminación social del poder.

 

La soberanía personal real se refiere a las capacidades individuales que permiten que las personas realicen las oportunidades de su entorno y puedan controlar los recursos y su reproducción.

 

Las estructuras asimétricas son aquellas según las cuales se organiza la sociedad, en las que se sustentan a la vez relaciones de dominación-sumisión. Este punto debe ser matizado teniendo en cuenta que las situaciones de dominación generalmente son de tipo dinámicas, es decir, como lo plantea Giddens (1998), las colectividades establecen relaciones dinámicas de dependencia y autonomía logrando ejercer influencia en el control de los sistemas sociales sea cual fuere su situación. Por otra parte, para que las relaciones asimétricas por medio de las cuales las sociedades se dan organización a si mismas sean viables, deben estar legitimadas, lo que en el caso de la democracia se realiza por medio de la idea de búsqueda del bien común, por lo que es preciso que el poder no sólo se ejerza de manera represiva (Foucault, 1992).

 

El imaginario social del ejercicio del poder sería el mundo común de significados y valores que definen las reglas de uso del poder. Es preciso sin embargo introducir el concepto de hegemonía ideológica como el elemento que organiza dicho imaginario el cual es presentado en forma de consenso. La dominación ideológica comprende "un enorme tejido de pautas culturales, ideológicas y políticas, que al plasmar en diversos niveles organizativos aseguran la permanencia del orden social (....), como un verdadero sistema de defensa" (Thawaites Rey, 1994: 11). Por ello, no se trata de un imaginario común, sino más bien del producto de la capacidad de un grupo de imponer su propio orden como el buen orden (Ibíd.).

 

La autodeterminación social del poder, por último, nos habla de la posibilidad de definición de las relaciones entre las distintas dimensiones del poder en base a las directrices provenientes del tipo de sociedad deseada, que tienen las sociedades capaces de reflexionar y deliberar.

 

Integrando estas dimensiones, el poder se define como: " el complejo de capacidades aumentadas de acción de las personas, derivado de su participación en relaciones sociales mas o menos asimétricas, y la existencia de un orden de significado que les da sentido y un poder social que regula las relaciones entre todas estas dimensiones"(PNUD, 2004:67)

 

Por ello, el poder no puede ser pensado de manera separada, sino más bien se realiza en el dominio de las instituciones, que además de ser producto de las acciones sociales y las relaciones de fuerza, da lugar a realidades con reglas particulares, que requieren de actores específicos. El poder, esto es, las relaciones de fuerza, tienen una forma típica de organizarse la cual se encuentra íntimamente relacionada con la constante asimetría de estructuras, y la lectura de las relaciones entre las personas como guiadas por el deseo de imponerse unos sobre los otros (Ibíd.).

 

III. La participación social en Chile

 

Como decíamos en un principio, la participación social en Chile se ha consolidado como una piedra fundamental, al menos en términos discursivos, para la modernización del Estado. Por ello, democratización y descentralización, quedan supeditadas a dicho proceso.

 

Situándonos en el escenario planteado, la participación social en la mayoría de los casos se ha operacionalizado a través de fondos concursables y Consejos de Participación[3], pero la inclusión de la comunidad en las decisiones políticas no ha implicado en ningún caso un avance definitivo hacía la recuperación del poder de las personas.

 

Salazar y Pinto consideran que esto se debe a que es en el terreno de lo procedimental dónde se libra la verdadera batalla. ¿Qué significa tal afirmación? para estos autores la política tiene un aspecto sustantivo -resolver los problemas colectivos- y un aspecto procedimental -interacción de toda la comunidad-. Estas dos esferas se encuentran relacionadas de manera dinámica, lo que provoca en muchos casos, que la esfera sustantiva se halle influida por trastornos presentes en la procedimental. Dichos trastornos tienen relación con la exclusión directa e indirecta de la interacción comunal en los procesos de toma de decisiones. La directa puede ser gatillada por un autoritarismo faccional, es decir, una facción o individuo excluyen a una parte de la comunidad del procedimiento de toma de decisiones, o por la apropiación de la autoridad decisional por una clase en particular o por profesionales. Y la indirecta es vista como producto de una hipertrofía mecánica del sistema procedimental o lo que podría llamarse burocracia (Salazar-Pinto: 1999).

 

Es decir, a pesar de que se han generado políticas que buscan instalar la participación social, en estricto rigor los procedimientos utilizados no logran incluir a la comunidad y reactivar la soberanía personal real, ni tampoco incorporar dentro del imaginario social del ejercicio del poder las definiciones de los grupos que se encuentran en situación de subordinación. Por lo tanto, se reproduce y refuerza en muchos casos, por medio de iniciativas participativas, cierto orden -que sustentado en la participación y en su amplitud- termina por entenderse como un orden que se ha construido colectivamente generando una legitimidad ficticia, provista por la visibilización de los resultados de la participación social.

 

El reforzamiento de las políticas participativas -pero en esta modalidad restringida- es coetánea al proceso de debilitamiento de la democracia al que antes hacíamos referencia. En Chile vemos un debilitamiento de la democracia que tiene mucho de crisis de representación, pero presenta además algunos rasgos específicos.

 

A pesar de que luego de la dictadura de Augusto Pinochet inicialmente se vivió un gran ímpetu en la adhesión al sistema democrático, producto de la voluntad de poco más de la mitad de la población y de acuerdos intersectoriales, de dar fin a los largos años de dictadura y autoritarismo, vemos que a más de quince años de instalado el régimen democrático, éste no se ha visto consolidado sino que, por el contrario ha perdido adhesión por parte de la ciudadanía. En la encuesta nacional PNUD Chile 2004, sólo el 50% de los encuestados prefiere la democracia a cualquier otra forma de gobierno, situación que puede ser extrapolada a las maneras de convivencia presentes en el país.

 

Las explicaciones más comúnmente esgrimidas son: la pérdida de legitimidad que se ha operado por la insatisfacción con las instituciones y el mundo político, cuando no se ha logrado avanzar en torno a las expectativas sociales, económicas y políticas de los ciudadanos; la inconformidad con el sistema de elecciones binominal; y la subsistencia de una forma de convivencia social que no logra introducir los principios básicos del régimen democrático de igualación y respeto, proporcionando un espacio adecuado para que dinámicas autoritarias y discriminadoras proliferen.

 

IV. La democratización de la salud

 

A principios de la década del setenta, en América Latina, la participación era vista como un medio para movilizar recursos propios y mejorar las condiciones de salud, pero bajo un paradigma en el cual los usuarios de los sistemas de salud no tenían más que colaborar con las iniciativas propias de las instituciones. Esta cuestión se transforma desde mediados de los años setenta y el hito fundamental de dicho cambio es la reunión de Alma Ata (1978) que define a la participación en salud como el control y la toma de decisiones por parte de la comunidad, y en tal sentido como la piedra fundamental de la estrategia de Atención Primaria de Salud (APS). Esta estrategia plantea la necesidad de extender la atención de salud a todos los habitantes del planeta (recordemos la meta de la OMS, "Salud para todos en el año 2000") y para lo cual era preciso encontrar mecanismos que permitieran hacerlo a bajo costo. Por ello el Modelo APS resultó ser el más efectivo ya que por un lado resolvía en el nivel primario, y por lo mismo a bajo costo, gran cantidad de problemas de salud, y por el otro integraba a la comunidad al trabajo en los centros de atención, responsabilizándola de los logros, pero también de los desaciertos, requiriendo de su trabajo en caso de no contarse con los recursos necesarios. El modelo APS se consolida en los años ochenta, con el fortalecimiento de los sistemas locales de salud que trabajan en base a la estrategia de atención primaria en el marco de la transformación de los sistemas nacionales de salud.

 

En 1986 se realiza la primera Conferencia Internacional de Promoción de la Salud en Ottawa, que establece los principios básicos de su implementación para fortalecer la estrategia de atención primaria. Desde Ottawa las directrices de la promoción de la salud se han ido profundizando, implicando cambios en el enfoque de la atención en salud (con entrega de autonomía y poder a los usuarios) y compromisos de varios países para la introducción de sus premisas fundamentales: la participación social y la intersectorialidad.

 

A pesar de que la participación social en salud lleva alrededor de treinta años de desarrollo en Latinoamérica, en muchos países de la región y también en Chile nos encontramos con expresiones de una tipo de participación más bien funcional de las organizaciones comunitarias, logrando en escasas oportunidades, una participación más autónoma con mayores grados de empoderamiento. 

 

La participación comunitaria en el país cobra ímpetu desde 1990, con la vuelta a la democracia, cuando en el marco del desarrollo de la estrategia de Atención Primaria en Salud (APS) se inicia la incorporación de la comunidad organizada a los proyectos locales de prevención y promoción de la salud y a ciertos aspectos de la rehabilitación de la salud (Donoso, 2005).

 

El Ministerio de salud (MINSAL) siguiendo las premisas de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) define en 1993 la participación en salud como: "La intervención de las personas, familias, grupos, organizaciones sociales y comunitarias, instituciones privadas y solidarias, en la tarea de mantener, mejorar, recuperar y fomentar la salud." (Weinstein, 1998:178).

 

En 1995 se crean los Consejos de Desarrollo en los hospitales como instancias concretas de participación comunitaria en salud que cumplen la labor de asesores en lo que se refiere a la gestión, teniendo también funciones de tipo informativo, evaluativo, consultivo, propositivo, promotor y decisivo (MINSAL, 2005). Durante los noventa la participación se va prefigurando en el discurso del sector como "un medio para el desarrollo de las personas (proveedores y usuarios) como sujetos comprometidos con el cuidado de su salud y con el fortalecimiento de los servicios" (Donoso, 2005:7).

 

Si bien en los noventa comienzan a aparecer las primeras experiencias democratizantes, es en la última década que la participación en el sector se ha visto francamente impulsada. Se trata sobre todo de Consejos de Desarrollo, Consultivos, Asesores, entre otros que se han ido conformando en los distintos niveles de la red de salud.

 

Tal situación nos permite pensar al sector salud como uno de los más avanzados en la implementación de la participación desde la política estatal. Algunos especialistas locales coinciden en que las formas de participación presentes en dicho sector son únicas, puesto que mayoritariamente, las políticas que el Estado chileno ha implementado en pos de un aumento de democratización, son instrumentadas por fondos concursables, o instancias generadas para obtener resultados específicos encargadas a consultoras, que suelen ser muy similares a los estudios de mercado que realizan las empresas[4].

 

Creemos que la situación diferencial que se vive en el sector salud es en parte consecuencia, de los lineamientos dictados por organismo internacionales como la OPS, que por medio de la implementación del modelo de APS y de la promoción de la salud, ha incorporado la participación como elemento fundamental en la atención de la salud.

 

Actualmente, en pleno proceso de reforma de la salud en Chile, las instancias participativas se han multiplicado, surgiendo experiencias incluso a niveles superiores de decisión, como son las Direcciones de Servicio. Si bien la participación social se ha buscado, al menos en términos formales, con la creación de Consejos de Participación entre otras cosas, en muchos casos solo ha alcanzado un carácter informativo y de generación de actividades para apoyar a los establecimientos (Weinstein, 1998). Resulta significativo que no se haya logrado avanzar en la intensidad de la participación, en la autonomía de los actores y en el poder que la comunidad organizada tiene posibilidades de ejercer.

 

En la mayoría de los casos las organizaciones sociales a través de los Consejos de Participación colaboran con trabajo para lograr las metas propuestas y dispuestas por los servicios de salud. Se trata de organizaciones con escasa autonomía que se van constituyendo en actores que operan proyectando y expandiendo la biomedicina a los espacios cotidianos, reproduciendo a su vez las relaciones de fuerza inherentes al modelo biomédico.

 

Algunos consideran que el problema es el modelo de atención. "La cultura centralista que ha existido en los servicios de salud sostiene un modelo de atención autoreferente, donde la responsabilidad y competencia para la resolución de los problemas, radican aún en el propio sistema y no en la comunidad" (Weinstein, 1998: 184). En coincidencia con Weinstein, creemos que el problema reside no sólo en la autorreferencia del sistema de atención, sino que también en otros dos elementos transversales, a saber, la crisis de legitimidad de la democracia como forma de convivencia y como régimen político, a la que ya hemos hecho referencia; y  lo que Menéndez llama Modelo Médico Hegemónico (MMH) (1990). 

 

V. Modelo Médico Hegemónico y  participación en salud

 

El concepto de salud, en asociación con el de enfermedad, ambos dinámicos y socialmente construidos, ha sido definido de maneras diferentes en los distintos tiempos y lugares. Sin embargo, se ha ido operando una formalización de los conceptos por parte de organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS), que ya en los años 50' definió la salud como un estado de completo bienestar bio-psico-social y no la ausencia de la enfermedad, definición que en la actualidad mantiene gran vigencia y que además se ha ampliado al bienestar espiritual (Donoso, 2005). Tal concepción, muy revolucionaria en su momento, pero natural en la actualidad, introduce a la salud como un horizonte transversal a una gran cantidad de dominios, antes no considerados.

 

La salud, en la mayor parte del mundo occidental se encuentra en la actualidad bajo el dominio de la biomedicina (Foucault, 1996) la cual se ha ido posicionando como el Modelo Médico Hegemónico (en adelante MMH) respaldado por arreglos jurídicos propiciados por los Estados modernos (Menéndez, 1990), que a partir de los años 50' han asumido la salud como un derecho positivo de los ciudadanos (García, 1990) adjudicándose el control de varias dimensiones de la vida de las personas en función de la ampliación de la definición de salud que se ha operado en el mundo occidental.

 

Menéndez define al MMH como "el conjunto de prácticas, saberes y teorías generadas por el desarrollo de lo que se conoce como medicina científica, el cual desde fines del siglo XVIII ha ido logrando dejar como subalternos al conjunto de prácticas, saberes e ideologías que dominaban en los conjuntos sociales, hasta lograr identificarse como la única forma de atender la enfermedad, legitimada tanto por criterios científicos como por el Estado."(Menéndez, 1990:83)[5]. La hegemonía de la biomedicina se acompaña a su vez de una expansión que Foucault llama "el fenómeno de la medicalización indefinida" (1996: 106). Con esto se refiere al rebasamiento del campo tradicional -el de la enfermedad- que ha tenido la medicina, hacía todo aquello que garantiza la salud de los individuos, que como adelantábamos, según la definición de salud producida desde la OMS, estaría representado por las esferas biológica, psicológica, social y espiritual del ser humano. Como bien lo explicita Foucault la medicina comienza a no tener campo exterior (1996). La expansión se hace posible porque la medicina científica ha logrado subordinar a los otros saberes y prácticas médicas (Menéndez, 1990) apropiándose de todos aquellos elementos que pudieran resultarle nocivos o peligrosos.

 

¿Por qué creemos que es relevante el MMH para explicar el tipo de participación presente en el sector salud?. Porque la medicina científica o biomedicina, tiene un papel disimulado pero privilegiado en el tipo de relaciones y de distribución de capacidades de ejercer poder entre las personas y las organizaciones comunitarias y entre el equipo médico y/o el Estado. Es decir, su estatus le permite concentrar bajo su dominio lo que habíamos llamado la definición del buen orden dentro del imaginario social del ejercicio del poder y su autodeterminación social dentro del campo de la medicina. En definitiva, si aceptamos lo planteado por Foucault, vinculado a la expansión de la biomedicina, veremos que las relaciones de asimetría presentes en instancias articuladas y controladas por la ella son cuantiosas.

 

En este sentido la participación social específica del sector salud se encuentra bajo el paradigma biomédico que "ha condicionado una determinada visión sobre la importancia del médico científico, que en la práctica se traduce en menor legitimidad de los otros profesionales y médicos" (Weinstein, 1998: 184) y de la comunidad en general para tomar decisiones vinculadas con el campo de conocimiento de dicho profesional, produciéndose una suerte de renuncia al control de los recursos y significaciones en relación a la propia salud. Se trata de "una concepción biomédica de la salud, difundida a través de los modelos de atención y educativos (...) que se traducen en enfoques de salud restringidos" (ídem) lo que afectaría a la participación social del sector.

 

La figura del médico y por extensión de todo el equipo de salud, continúa posicionada en un lugar que en términos relacionales tiene tal asimetría, que dificulta enormemente llevar adelante procesos de corte participativo.

 

Si bien las estrategias de atención primaria y de promoción de la salud han dado un paso abismal en este sentido, el no cuestionamiento del MMH mantiene cautivas todas las iniciativas tendientes a incorporar a la comunidad y democratizar el sector salud y con él, lo que se entiende por salud.

 

El hecho de que la mayor parte de las iniciativas haya tenido un carácter informativo y de generación de actividades para apoyar la labor de los establecimientos (Op. Ibíd.), ha operado reproduciendo al MMH y ha impedido que emerjan otros discursos.

 

VI. La participación social en salud. Un espacio cercado

 

Entonces y recapitulando, la participación social aparece en escena con fuerza en Chile de la mano de la modernización estatal y a la vez como un mecanismo en busca de resolver los embates que ha sufrido la democracia como modo de convivencia y como régimen político en el contexto local y en contexto global. La idea de participación resulta de disensos y conflictos que nos hacen pensar en ella más como un marco referencial que como un concepto, debatiéndose entre el modelo democrático directo y representativo, y esgrimido como uno de los elementos claves para la democratización del Estado.

 

Por otro lado, vemos que el sector salud ha tenido una trayectoria diferente a los demás sectores del Estado en razón de sus particularidades y como correlato de su articulación con organismos internacionales (OPS, OMS). Por lo que es posible encontrarnos con una mayor cantidad de experiencias en participación de más largo alcance, que sin embargo no logran aumentar la soberanía personal real de los usuarios del sistema de salud y que a la vez reproducen las asimetrías que dan lugar a la definición de las reglas de uso de poder y de autodeterminación social por parte de unos pocos. 

 

Creemos que la participación en salud, no ha logrado un avance sustantivo en la democratización del sector, porque en ella confluyen dos elementos transversales que impiden un despliegue amplio. Se trata de la crisis de la democracia antes desarrollada y en segundo lugar de su inserción en el campo específico de la biomedicina, la cual se encuentra posicionada como el modelo médico hegemónico a nivel global. Las características que la biomedicina ha adquirido en función de su papel como MMH, la convierten en un chaleco de fuerza muy potente, ya que su transversalidad le permite sostenerse y reproducirse en variadas instancias de la vida cotidiana. En este sentido, las instancias de participación que florecen bajo su dominio, en muchos casos se transforman en espacios para la reproducción de la hegemonía de la biomedicina ya que éstos se han centrado en la transmisión de información y la generación de actividades de apoyo a los establecimientos, tornándose en elementos de expansión de dicho modelo. Se trata de una estructura de poder con filiaciones profundas cuyo cuestionamiento nos llevaría en última instancia a revisar la producción de saber y verdad por parte de la ciencia.

 

En definitiva, la participación en salud, a pesar de que se encuentra en un lugar privilegiado por el ímpetu con la que ha sido dotada desde el Estado, no logra consolidarse porque existe una pérdida de legitimidad de los mecanismos democráticos, a raíz de sus vicios procedimentales que impiden la inclusión de las personas y la incorporación de sus significados en el imaginario colectivo; y en segundo lugar por la permanencia del MMH que opera absorbiendo y redefiniendo bajo sus propios parámetros todo elemento nuevo o distinto.

 

Creemos que uno de los puntos cruciales para avanzar en la participación en salud es el cuestionamiento del MMH como fuente de definición y mediador de cualquier proceso de participación social.

 

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Notas


[1] Una primera versión de este artículo fue presentado en el 8vo Congreso Argentino de Antropología Social. Salta, Argentina. Ponencia: "Participación en Salud ¿redistribución de poder? Una mirada desde la Antropología". Mesa "Antropología y Salud", en septiembre de 2006.

[2] Esta reflexión se inscribe en el marco de la práctica profesional realizada en el 2006 en uno de los servicios de salud de la ciudad de Santiago de Chile y tiene como propósito proporcionar un mapa conceptual adecuado que nos permita problematizar y aproximarnos a las experiencias concretas que florecen en torno a las políticas públicas en salud tendientes a generar participación.

[3] Espinoza, Vicente. Entrevista personal. 26 de julio del 2006.

[4] Idem.

[5] Para Menéndez, los modelos médicos, en general, son una construcción a partir de algunos rasgos estructurales que integran la  producción teórica, técnica e ideológica de las instituciones específicas y la participación de los segmentos de la sociedad implicados en su funcionamiento (1990).