Introducción: el pensamiento crítico hace al utilitarismo hegemónico

 

La discusión aquí presentada no intenta una evaluación general de la teoría democrática sino su desarrollo a partir de las tesis anti-utilitaristas que encontramos en autores como Habermas, Rosanvallon, Mauss, Caillé, Taylor y Honneth, para citar apenas algunos de ellos. Desde este punto de vista, sería más adecuado referirse a una teoría democrática de la participación pensada a partir del abandono de la tesis clásica de la democracia ofrecida por la "filosofía del sujeto" y por el rescate de una nueva "gramática de la emancipación" (LACLAU, 2000) que valore temas como la descentralización, la diversidad, el don, el reconocimiento, entre otros, que se concretizan en pactos intersubjetivos involucrando a personas y morales de diferentes tipos, individuales y colectivas, en la organización de las esferas públicas contemporáneas.

 

Para empezar, tenemos que destacar que hay en América Latina una cierta unanimidad entre los cientistas sociales sobre los efectos nefastos de la ideología mercantilista e individualista en la legitimación de las decisiones políticas y estatales que generan crecientes desigualdades económicas y sociales y desestabilizan los procesos democráticos (IVO, 2001; ZICARDI, 2002; PORCHMANN, 2003). La creación de esta unanimidad intelectual anti-utilitarista y anti-reduccionista aparece como elemento importante en la revisión de los fundamentos conceptuales y operacionales de la modernización y la democracia en la región. Ésta es, sin embargo, insuficiente para que el pensamiento crítico contra-hegemónico atraviese los límites lingüísticos entre el universo académico y las fuerzas emergentes en los espacios de formación de la voluntad colectiva - dentro del aparato estatal y en la sociedad civil - y para permitir la emancipación de un nuevo paradigma socio-histórico más complejo que encaje la lógica mercantilista en una regulación más general propiciada por la política democrática y el interés de la colectividad.

 

Aunque son innumerables e importantes las experiencias participativas anti-utilitaristas producidas por los movimientos sociales y movilizaciones culturales en la región (RIBEIRO, 2000; SEOANE, 2003; MATO, 2004), hay que reconocer que son aún insuficientes para el giro paradigmático. Hay sí, innegablemente, discontinuidades en los mecanismos de comunicación entre el saber científico y el saber común, que deben ser superadas para poder salir de las representaciones fragmentadas de la realidad socio-histórica y concebir alternativas prácticas al modelo capitalista vigente. ¿Cuáles son las causas de esas discontinuidades?  Ciertamente varias, pero cabe registrar la fascinación que ejerce la ideología utilitarista neoliberal sobre parcelas significativas de los segmentos sociales asalariados,  y también, sobre aquéllos desfavorecidos. Pues el culto a los ideales del hombre egoísta y al consumismo productivista, característicos de la ideología utilitarista hegemónica (CAILLÉ, 2000), continúan a causar perjuicios al imaginario colectivo, provocando la fragmentación de los sistemas de sociabilidad nacionales y locales, sean éstos integrados por ricos o pobres.

 

Hay muchas reflexiones cuanto al papel asociado de las élites dominantes regionales junto al gran capital especulativo y financiero en América Latina, que algunos autores prefieren situar dentro de una lógica renovada del imperialismo, como lo hace A. Boron (BORON, 2002). Pero aún no han sido analizados más detenidamente los resultados del punto de vista de la cohesión social, nacional y local, y también de la reproducción de la memoria colectiva, del debilitamiento de los aparatos estatales nacionales a partir de políticas intencionales de fortalecimiento de los grandes intereses económicos y financieros. El neoliberalismo no desembarcó como un alienígena en las sociedades nacionales de la región. Hubo muchos cómplices. Empresarios, clases medias, economistas y varios intelectuales entendían que la apertura indiscriminada de los mercados locales al capital extranjero y la privatización de los patrimonios del Estado serían una puerta de entrada de esas sociedades regionales en la globalización (MARTINS, 2005), un medio de redención del "subdesarrollo". Pensando el aumento de la exclusión, de la fragilización de los vínculos sociales y el aumento de la violencia en los últimos años en varias de las sociedades nacionales de la región, hay que admitir que la presencia del neoliberalismo ha producido efectos perversos en la formación de las solidariedades colectivas, en particular generando creciente disociación entre la inversión social del Estado y el fortalecimiento de los derechos universales de la ciudadanía. Considerando la escasa autonomía de la sociedad civil en este modelo de modernización conservadora, se comprende que el desmonte del antiguo sistema de protección social estatal, anclado tradicionalmente en las instituciones del trabajo, la educación, la salud, la religión y la familia (MARTINS, 2005), no apenas alcanzó intereses vinculados a formas de dominación política conservadoras en la región, pero desarticuló, igualmente, los mecanismos de producción y reproducción social y cultural de las poblaciones campesinas e indígenas (SEOANE, 2003).

 

Paradojalmente, en vez del viejo clientelismo político, el Estado Nacional, desinteresado por los programas sociales y empeñado en fortalecer sus vínculos junto a los grandes intereses económicos y financieros, pasó a implantar en los últimos años nuevas formas de asistencialismo estatal llamadas de acciones focalizadas que terminan activando los antiguos sistemas oligárquicos de dominación. Pues ese nuevo asistencialismo es también un medio de inhibición de las iniciativas de organización de las esferas públicas autónomas capaces de ejercer el control social y fiscal efectivo sobre la acción estatal y el mercado. El resultado de la sumisión del aparato estatal a la lógica del mercado y financiera es la insistencia en la preservación de políticas asistencialistas que presentando un costo financiero limitado - si comparado a los costos de las deudas nacionales externas -, sirven, por lo tanto, para cooptar eficazmente a las camadas sociales menos favorecidas y menos politizadas que viven en las periferias de las grandes ciudades.

 

El refuerzo del asistencialismo estatal con apoyo estratégico de los medios de comunicación ayuda a estabilizar de modo precario los regímenes políticos democráticos en América Latina: limitando la autonomía de las organizaciones no-gubernamentales; tirando de foco los lucros extravagantes del capital financiero y especulativo; confundiendo a la opinión pública que tiene dificultades de posicionarse sobre los temas centrales de la nueva modernización periférica que busca tornar invisible la desigualdad estructural (SOUZA, 2006). La opinión pública, intoxicada por las propagandas oficiales y las informaciones desencontradas producidas por los medios de comunicación de masa, deja de percibir que la ausencia de políticas públicas y sociales favorecedoras de prácticas asociativas y solidarias implica en el debilitamiento de la esfera pública en lo que se refiere a los movimientos sociales y culturales. Pues éstos siempre tienen un papel estratégico en la canalización de conflictos locales y acuerdos intersubjetivos que son necesarios para la organización de sentimientos y prácticas cooperativas, en el plano de la sociedad civil.

 

En este sentido, hay que preguntarse si las dificultades de emancipación de los nuevos modelos socio-históricos anti-utilitaristas más complejos que el neoliberal - del punto de vista económico, político, cultural, administrativo y moral -, resultan de la fuerza doctrinaria del utilitarismo y de la fascinación del liberalismo mercantil, que reduce todos los valores individuales y colectivos al interés egoísta y narcisista. O, contrariamente, deberíamos preguntarnos si la teoría social no está olvidando la importancia política de las nuevas formas sociales generadas por la radicalización de la relación entre la libertad y la ciudadanía. En ese caso, tendríamos que lidiar con las dificultades de los propios intelectuales como observadores que estarían utilizando recursos teóricos y metodológicos inadecuados a la  percepción de la complejidad creciente del fenómeno social.

 

La Teoría Democrática y el Individualismo Contemporáneo

 

Algunos teóricos latinoamericanos, actualizando las tesis de Maturana (2003) sobre la autopoiesis en las ciencias sociales (Arnold, Thumala y Urquiza, 2006: 19) defienden la idea de que no habría en la contemporaneidad una antinomia entre el individualismo y la colaboración y entre el interés del individuo por sí mismo y del grupo por el todo. Para ellos, la teoría social tiene dificultades en considerar que los lazos asociativos no eliminan la perspectiva de la individualización y que "la impersonalidad de las relaciones humanas contemporáneas no contradice la alta tasa de asociatividad voluntaria que acontece en distintos países, sino que se refiere a sus transformaciones" (Op. cit: 19). Si esas conclusiones son válidas empíricamente, seremos obligados a concluir que el pensamiento crítico anti-hegemónico y anti-neoliberal sedimentado en el campo científico, todavía no ha adquirido mayor presencia junto a la opinión pública militante, por estar preso a una concepción negativa del individualismo contemporáneo, negando su lectura positiva. Aquí, vale retomar rápidamente el debate actual sobre el asunto a medida en que éste impacta sobre los desdoblamientos conocidos por la democracia participativa.

 

Según P. Corcuff (2006) la sociología se encuentra dividida actualmente entre esas dos corrientes de pensamiento. De un lado, están aquéllos como N. Elias, U. Beck, A. Giddens, entre otros, que entienden que hay una tendencia a una cierta individualización de los individuos, llevando a una reconfiguración de las relaciones entre el Yo y el Nosotros, permitiendo nuevas instituciones como aquéllas de la intimidad. Elias (1991) llega a proponer que la individualización del Occidente remite al Renacimiento. De otro lado, tenemos autores como R. Sennett, C. Lasch, A. Ehremberg que acentúan los aspectos regresivos como la corrosión del lazo social o las patologías regresivas.  Para Corcuff, por lo menos en el plano de la democracia, las tendencias individualizadoras tienen tanto efectos negativos como positivos. Si de un lado contribuyen para la desinversión de formas tradicionales de acción colectiva como los partidos políticos, de otro, permiten nuevos vínculos marcados por la diferenciación social, implicando en la necesidad de imaginar "otros dispositivos democráticos y otros mundos posibles que consideren el lugar de los individuos" (Corcuff, 2006: 85-86). Desde otro punto de vista, el reconocimiento de este individualismo contemporáneo ha sido realizado por la filosofía liberal moderna que busca rescatar la individualidad a través de los derechos de la ciudadanía republicana como vemos en las discusiones de H. Arendt (2003) sobre lo público y lo privado, de C, Lefort (1986) sobre lo político y la autonomía democrática o J. Habermas (2002) que busca explicar la actualidad de los principios universalistas republicanos en las sociedades pluralistas.

 

En el plano de los continuadores de la obra de M. Mauss en la contemporaneidad como A. Caillé y J. Godbout, que escapan del dilema entre republicanismo y comunitarismo por la retomada del tema de la asociación y de que la dimensión positiva del individualismo contemporáneo puede ser rescatada por la comprensión del carácter ambivalente de la acción social. Para ellos, al contrario de las sociedades tradicionales en las que el individuo se encuentra sometido a la obligación colectiva con reducido ejercicio de la autonomía,  en las modernas sociedades la "obligación de ser libre" constituiría un elemento motor para repensar la democracia plural y participativa (Caillé, 2000; Godbout, 2005).

 

El nuevo pensamiento crítico anti-utilitarista en constitución se fundamenta en formulaciones teóricas y éticas mucho más complejas y diversificadas que los presupuestos neoliberales al considerar la reflexividad de los individuos contemporáneos mediante un juego paradojal producido por la "obligación de ser libre". Esto significa que el individuo-ciudadano tiene al mismo tiempo que asumir su condición de persona moral, que se constituye y se reproduce en el interior de un sistema socio-cultural con sus reglas y valores comunes a todos y luchar por su singularidad y autonomía como individuo-ciudadano, ejercitando la "obligación de ser libre". Estas son cuestiones teóricas de gran importancia al analizar las tensiones producidas por el individualismo en los procesos de organización del sujeto colectivo como lo demuestran las diversas experiencias en curso: las economías solidarias, el nuevo asociativismo, el rescate de las tradiciones indígenas, la emancipación de los derechos sociales, culturales y de género y el voluntariado, entre otras. Esos tipos de movilizaciones responden a hermenéuticas variadas que no pueden ser explicadas por un paradigma reduccionista que limita las decisiones a una lógica binaria y excluyente, o por la subordinación a un interés colectivo que se impone normativamente sobre el grupo o, contrariamente, por la subordinación individual al interés económico y egoísta. Ambas versiones - la holista y la individualista - desconsideran el hecho de que la ambivalencia constitutiva de las motivaciones humanas y la propia noción de interés se sostienen en un amplio acuerdo moral que integra, de una parte, el interés no apenas por sí mismo sino por el otro, y de otra, incorpora no apenas el interés material por la propiedad sino el interés simbólico por el poder, el prestigio y sobretodo por la dignidad (Godbout y Caille, 1992; Caille, 2000; Taylor, 2005; Martins, 2006).

 

Estudios de campo desarrollados recientemente han demostrado que hay una extensión paralela de la lucha por el reconocimiento individual y por nuevas prácticas asociativas, lo que obliga a repensar la relación entre el individuo y la sociedad, entre la libertad y la obligación en las sociedades contemporáneas. Esta comprensión no es apenas académica, presenta también impactos prácticos y políticos pues de ella depende la difusión más efectiva de ideas e iniciativas que fortalezcan la democracia plural y participativa y el espíritu cívico y asociativo en el interior de la sociedad civil, permitiendo desmitificar el discurso hedonista y utilitarista de las oligarquías financieras y especulativas. Las nuevas experiencias asociativas surgidas de la lucha contra el pensamiento reduccionista apenas pueden florecer a partir de un campo institucional y reflexivo ampliado que articule las diversidades y pluralidades inherentes a los nuevos cosmopolitismos producidos en la globalización, de un lado, y a los procesos tensos de actualización de las tradiciones culturales, locales, regionales y nacionales, de otro.

 

Ideas que impactan sobre los fundamentos de la participación democrática

 

El camino de la emancipación del nuevo pensamiento humanista y anti-utilitarista es arduo, no apenas debido a la fuerza de la propaganda y a la manipulación de los ideólogos del poder sino porque es difícil que la crítica teórica rompa el velo de la ignorancia  que encubre las diversas esferas públicas locales y transnacionales donde germinan las ideas y prácticas de mudanzas anti-utilitaristas. Señalar tales dificultades es importante para que la teoría crítica escape de los peligros de la retórica académica y visualice más clara y decididamente los canales de acceso a la opinión pública en germinación, presentes en diversas esferas y movimientos de base, en el interior de la sociedad civil. Esto es, las actuales dificultades de emancipación de un imaginario democrático y asociativo revelan, apenas en parte, las resistencias del pensamiento hegemónico utilitarista y mercantilista a la adopción de ideas e iniciativas direccionadas  a la emancipación del sujeto social fuera de los estudios académicos. Reflexionando sobre los hechos, se puede verificar que el pensamiento economicista y reduccionista resiste a la integración en una comprensión más amplia y autopoiética (Rodríguez y Arnold, 2007) fundada en una topografía moral del sujeto moderno que valore la libertad y la autonomía (Taylor, 2005; Mattos, 2006). Esto también ayuda a explicar el hecho de que la crítica teórica anti-utilitarista no haya sido asimilada con la debida rapidez tanto por los sistemas político, científico y organizacional, comprometidos con el proyecto democrático, como por la sociedad civil que demuestra creciente insatisfacción con la desregulación institucional y política que se moviliza a favor de los cambios efectivos de los sistemas de dominación.

 

En el plano general de la teoría social hay que resaltar los méritos de algunos intelectuales que han conseguido superar los límites epistemológicos de la observación científica tradicional en las ciencias sociales, proponiendo nuevas teorías que intentan revelar los mecanismos de traducción, simbólicos y complejos, que organizan el saber socio-histórico, de forma más amplia, y la articulación entre el saber científico y el saber común, en el plano particular. La sociología, de modo general, siempre ha ambicionado articular esos saberes como observamos en los itinerarios de los clásicos a ejemplo de Durkheim y Mauss en Francia, Marx, Weber y Simmel en Alemania y la Escuela de Chicago en los Estados Unidos. En la actualidad, sin embargo, esta preocupación es mayor por la vasta disociación entre el saber utilitarista y el mercadológico, en relación a los demás saberes.

 

En este sentido, debemos destacar las tentativas de organización de los marcos teóricos que retoman este esfuerzo integrativo de los saberes disponibles. Es el caso de J. Habermas que construyó un modelo analítico complejo y ambicioso para dar cuenta de las principales esferas constitutivas de la vida social. El autor admite que pueden dividirse en dos grupos: el de los sistemas formales del mercado y del Estado y el del "mundo de la vida", expresión que fue a buscar en los estudios fenomenológicos (Habermas, 2003a). Al revalorar la función regulatoria del derecho entre la facticidad y la validez, la razón instrumental y la razón comunicacional, los sistemas formales y el del mundo de la vida (Habermas, 2003b), el autor establece marcos importantes para la comprensión de los fundamentos lingüísticos, jurídicos y normativos de la democracia formal, lo que las izquierdas no habían conseguido realizar con suceso hasta entonces.

 

Otro autor que impactó de forma relevante al traducir con competencia y sensibilidad las tesis académicas de las esferas públicas movilizadas en los ámbitos de la acción política y organizacional, pública y privada, fue el francés P. Rosanvallon, al explicar de modo convincente los fundamentos de la crisis del Estado del Bienestar Social (Rosanvallon, 1981). Es un mérito del autor el que haya sido pionero en reflexionar, todavía a inicios de los años ochenta,  el agotamiento del antiguo sistema de protección social anclado en la sociedad del trabajo, proponiendo un nuevo sistema de protección social fundado en la idea de la solidariedad inspirada en la sociedad civil, lo que aporta, indiscutiblemente, un interés fundamental al repensar los nuevos desafíos de la gobernabilidad en América Latina, en el momento actual. (Martins, 2005). Desde este punto de vista, Rosanvalllon sugiere la transformación del Estado-Providencia en un Estado-Servicio, redefiniendo lo social por un derecho inédito, el de la inserción social (Rosanvallon, 1995). Todo esto se traduce en puntos importantes en la agenda reflexiva de América Latina, en este siglo 21.

 

Citamos aquí esos dos autores por considerarlos de una importancia decisiva al repensar el entendimiento del Estado y de la democracia, pero entendemos que la lista podría ser ampliada con la inclusión de otros autores de América Latina y Europa, algunos vivos como Maturana, Taylor y Lefort y otros recientemente fallecidos como Furtado, Luhmann, Castoriadis y Baudrillard que vivieron intensamente el clima de la declinación de la modernidad, a fines del siglo XX. Son autores responsables por el establecimiento de nuevos marcos teóricos y orientaciones prácticas sobre la reorganización de las sociedades nacionales en el seno de los nuevos movimientos sociales y culturales transnacionales, haciendo con que el pensamiento científico se mueva a partir de observaciones ancladas en los cambios complejos de la vida cotidiana.

 

Pensamos, todavía, que es necesario explorar otras dimensiones de la realidad social, que permitan ampliar la comprensión democrática para más allá de los avances ya colocados por las tesis procedimentalistas, como la habermasiana. En otras palabras, pensamos que uno de los desafíos actuales centrales sobre la cuestión democrática está en profundizar los temas de la participación y la asociación, particularmente relevantes para el caso latinoamericano.

 

La democracia: entre procedimientos fijos y cooperación espontánea

 

Recientemente, los teóricos de la democracia han dirigido sus atenciones a una comprensión más aguzada tanto de los procedimientos formales de la acción democrática -  a ejemplo del tratamiento dado por Habermas al derecho -, como de la lógica de redistribución de las riquezas colectivas con vistas a la reproducción social, a ejemplo de las ideas de seguridad y protección social, rediscutidas por Rosanvallon. Pero tal énfasis al procedimentalismo democrático está mostrándose insuficiente y termina colocando en segundo plano la discusión de las condiciones del surgimiento de pactos intersubjetivos y las diferentes jerarquías morales invisibles que influencian la delimitación de lugares, poderes, estimas, respetos y cooperaciones.

 

Las críticas a Habermas realizadas recientemente por teóricos anti-utilitaristas  como Taylor (2005), Honneth (2003) y Souza (2003) demuestran la importancia de cavar más a fondo en la ontología moral para mejor aclarar como se establecen los procesos de organización e identificación de lugares en las esferas culturales y sociales. Tal revisión lleva necesariamente a colocar en pauta el entendimiento de que la democracia en cuanto proceso de pactos intersubjetivos basados en aspectos de orden moral y en significados diversos inscritos en lo más profundo del orden socio-cultural e histórico de cada sociedad.

 

Definir la esfera pública como la expresión política de un mundo común en el que están inscritos los referentes axiológicos e históricos es importante para entender que la experiencia de lo público no es algo natural sino un proceso construido por la colectividad. Este entendimiento de los fundamentos del fenómeno público - elaborado, primeramente, por A. Tocqueville (1981) y después por los pragmatistas C. Cooley (1966) y J. Dewey (1997) - permite intuir, por consiguiente, que la esfera pública democrática apenas se sostiene en un magma de significados compartidos solidariamente, por todos. O entonces, por la elaboración de un lenguaje expresivo que se refiere a situaciones pre-reflexivas que no se revelan fácilmente al saber común, necesitando de la deconstrucción crítica para que puedan ser desnaturalizadas. En este sentido, H. Arendt nos ofrece una reflexión oportuna al proponer que el "mundo común" es aquél "común a todos nosotros y diferente del lugar que nos cabe dentro de él" (Arendt, 2003: 62). O sea, se trata de un fenómeno social que nace en nosotros, en nuestros pactos intersubjetivos, pero que extrapola la suma de nuestras intenciones y acciones para revelarse como un mundo diverso de la suma de las partes.

 

Por consiguiente, la crítica al exceso de formalización del debate democrático es procedente a medida que apunta los riesgos al discutir la participación a partir de reglas instituidas, negándose los motivos subyacentes a la acción social que explican los sentimientos de apatía y, desde otro punto de vista, de vivencia activa de la ciudadanía. A este respecto, C. Reigadas coloca algunas cuestiones pertinentes: el respeto al lugar donde surge la democracia participativa  o sobre quién y cómo participan los sujetos sociales implicados, para concluir que "respeto, reconocimiento y confianza mutua presuponen valores de libertad e igualdad imprescindibles a la construcción de una vida democrática. Radicalizar la democracia requiere promover la participación" (Reigadas, 2006: 181).

 

La focalización del tema de la participación en el proceso democrático conlleva necesariamente, desde otro punto de vista, a la revaloración conceptual y política del local que en las sociedades complejas como las de América Latina se reconfigura continuamente, reflejando el movimiento de traducción simbólica de los procesos globales. Se disfruta de un contexto muy ambivalente de procesos aparentemente contradictorios como aquéllos representados, de un lado, por las crecientes  desigualdades sociales, ampliando la injusticia y la exclusión y, de otro, una también creciente y promisoria tendencia a la diferenciación y diversificación socio-cultural que abre las puertas al reconocimiento político de innúmeros movimientos hasta entonces fuertemente reprimidos como aquéllos de carácter étnico, sexual y cultural. Tales prácticas ambivalentes aparecen como informaciones básicas para entender los nuevos sistemas societales que se construyen en las interfaces del individualismo y el holismo, del comunitarismo y el republicanismo, de lo tradicional y lo moderno, de las tensiones entre igualdad y pluralismo (Walzer, 2005: 84-85).

 

La democracia pluralista se expande en este contexto ambivalente y, naturalmente, la experiencia de la participación tiende a reflejar dos movimientos: en el primero, la participación se confunde con la representación vista por la óptica local; en el segundo, ésta es entendida como la manifestación de un proceso de diferenciación del sujeto social y de la importancia de crear mecanismos de canalización de las demandas por reconocimiento y dignidad. El esfuerzo de liberación de las fuerzas creativas sociales genera necesariamente conflictos y alianzas. Muchas veces los atritos son menos la expresión del conflicto que de las rivalidades generadas por el deseo de adquirir visibilidad, de ganar sentido y de conquistar un lugar en la vida. La distinción entre el enemigo y el adversario no es de poca importancia en la formación del mundo de la vida. Tal distinción, explica Mouffe, permite entender que "en nuestro interior se constituye la comunidad política, el opositor no debe ser considerado un enemigo cuya existencia deba ser eliminada sino un adversario cuya existencia es legítima" (Mouffe, 1994: 14). Hay que valorar la distinción entre el antagonismo (relativo al enemigo) y el agonismo (relativo al adversario) caso queramos comprender como los sistemas simbólicos y las jerarquías morales subyacentes al tejido socio-cultural contribuyen para generar tensiones que tanto pueden transformarse en conflictos latentes o abiertos como en prácticas agonísticas que son importantes para el aprendizaje del poder y la organización de la experiencia del "mundo común" y de la esfera pública.

 

La investigación sobre los fundamentos morales y simbólicos de la asociación entre los hombres induce a que la teoría social reexamine sus conceptos. En esta dirección Arnold, Thumala y Urquiza proponen un nuevo concepto, el de la colaboración, que en su entender sería más explicativo de las nuevas prácticas cooperativas que aquéllos de la solidariedad, la filantropía y la caridad. "En este sentido, la  noción de colaboración adquiere una capacidad (auto) explicativa, es decir, representativa de la expansión de los vínculos asociativos en el marco de la modernidad contemporánea y que, en definitivo, es lo que intentamos explicar" (op. cit.: 21). Esto es, la reorganización de las nociones teóricas no debe ser vista como modismo sino como exigencia de aclaración de los fenómenos intersubjetivos, esenciales a la existencia de la sociedad y que han permanecido ampliamente naturalizados.

 

La tesis del agonismo, que es el elemento central en la discusión de M. Mauss sobre el don (Mauss, 1999) conduce a la discusión cuanto a la asociación entre el individuo y la sociedad, de un nuevo escenario interpretativo que supera las tesis de que el pluralismo democrático nace o del consentimiento, como en Habermas, o de la discrepancia, como en Luhmann. La tesis del agonismo, al contrario, revela la ambivalencia de los motivos arcaicos del ser humano y de los pactos asociativos que éste organiza creativamente para dar forma a su mundo (Martins, 2001). La tesis del agonismo revela igualmente la presencia de las cosas que circulan entre los individuos y las personas morales, los dones, llevándoles a distanciarse o a aproximarse. La circulación de esos objetos genera luchas por el reconocimiento y se afirma mediante sistemas de concesiones y objeciones  paradojales, de mecanismos de reciprocidad que tornan visible el pacto social cooperativo (Mauss, 1999). En fin, la "obligación de ser libre" generada por la circulación de los dones (Caillé, 2000) y también por una construcción teórica ambivalente.

 

Este dilema entre conservación y emancipación producido por la circulación generalizada de dones, generando el sentimiento ambivalente de la "obligación de ser libre" e involucrando al individuo y la sociedad, está en la base de una revisión teórica de las nuevas nociones adoptadas en el campo teórico. Así, agonismo, asociación y colaboración son modalidades de expresión de que el vínculo social es un fenómeno que escapa a toda instrumentalización y formalización para revelar la expresividad congénita del ser humano en su vivencia grupal, onírica y material. Urge considerar, por lo tanto, en la discusión sobre la democracia plural y la formación de la esfera pública democrática, las condiciones en las que los actores redefinen sus jerarquías de valores, en general incorporadas inconcientemente, para tornarse ciudadanos culturalmente visibles y portadores de acciones solidarias valorizadoras del bien público. Pues estas jerarquías implícitas (TAYLOR, 2005) están en la base de las luchas y acuerdos entre los seres humanos en los nuevos espacios "glocales".

 

Por otro lado, A. Honneth entiende que este nuevo mundo de significados comunes que valora la libertad, la pluralidad y la formación de la voluntad democrática no puede ser más explicado simplemente a partir de las disputas entre el republicanismo - que busca procedimientos moralmente justificados como aquéllos del derecho - y el comunitarismo - que vincula las virtudes cívicas al ideal antiguo de la negociación intersubjetiva acerca de los asuntos públicos y que termina naturalizando una cierta esencia comunitarista en el ser humano. Al contrario, inspirándose en Dewey (1997), Honneth (2001: 66-67) propone la reconstrucción de la teoría democrática a partir de una tercera vía, en la que la democracia sea entendida como una forma reflexiva de cooperación comunitaria que articule deliberación racional y comunidad democrática. Para él, la cooperación es el fundamento de todo tipo de sociabilidad, siendo el eslabón que articula autonomía personal y gobierno político. Esos dos elementos deben ser considerados en conjunto, explica Honneth, pues "en paralelo a la realidad de la cooperación social, existe un tipo de bien compartido en el que la libertad individual y la política del Estado deben ser concebidas como incorporaciones opuestas, pues cada miembro de la sociedad contribuye, en virtud de la división del trabajo y por medio de sus propias actividades, al mantenimiento de la sociedad" (Honneth, 2001: 72-73).

 

En nuestro entendimiento, esta interpretación de la cooperación como factor aglutinante de diversos elementos formales e informales de la acción colectiva, nos lleva a hacer, necesariamente, una articulación con la idea de Mauss acerca de la sociedad en cuanto hecho social total y sistema formado por elementos materiales y simbólicos que participan con igual valor en la organización de la sociedad (Mauss, 1999). Desde este punto de vista, cualquier tentativa de crear instancias de legitimación de la acción colectiva e instituciones fuera de la esfera de la reciprocidad mutua y del conjunto de concesiones, es siempre una abstracción teórica que no explica la complejidad de la realidad socio-histórica. Actualizando esta discusión para repensar la teoría democrática, diríamos que concebir la democracia apenas a partir de los procedimientos formalizados y de la propia idea habermasiana del mundo de la vida como actuación comunicacional, significaría pensar el fenómeno social no como una totalidad sino como un hecho parcial. Pues le falta a esta construcción teórica el lugar propio para la "obligación de ser libre" en la vida social, que es una marca de la ambivalencia del sujeto social, hoy en día, y que apenas se revela en la esfera de la cooperación espontánea. Esta es una condición que Caillé (2000) y Godbout (2007) consideran fundamental para pensar la emergencia del don democrático, esto es, un sistema de concesiones y objeciones abiertas y variables que comportan simultáneamente la obligación y la libertad de actuación en todos los niveles, de conflictos y de alianzas, sirviendo a la organización, deconstrucción y reconstrucción de las instituciones sociales.

 

En este sentido, admitir el hecho de que la sociedad está construida por creencias y obligaciones colectivas que tienden a imponerse sobre los miembros de la colectividad no basta para legitimar los nuevos sistemas de poder transnacionales y/o nacionales actualizados por los impactos globales que se expresan en una serie de movimientos y movilizaciones  - Sin Tierra, Sin Techo, Indigenistas, Mujeres etc. - y en los programas sociales dirigidos a amparar a las poblaciones más vulnerables (Ribeiro, 2000; Ivo, 2001; Zicardi, 2002; Matos, 2003; Matos, 2004). Hay una exigencia creciente basada en la discusión de los fundamentos morales de tales creencias y obligaciones tanto en el plano de los procedimientos como en aquél del "mundo común", lo que lleva necesariamente a cavar más a fondo en las memorias y sistemas de valores que designan lugares e iniciativas de reconocimiento de los sujetos sociales, instituciones, organizaciones y reglas de negociación de conflictos y redistribución de los bienes colectivos.

 

Focalizando nuestra atención en el tema de la democracia participativa, entendemos que las dificultades de avanzar en la teoría y la práctica de la asociación están en el hecho de que se presentan insuficiencias en la elaboración de las condiciones de manifestación de los pactos intersubjetivos, que Rousseau consideraba como fundamentales al aparecimiento de una voluntad general (Rousseau, 1993). Ciertamente, los requisitos de esos acuerdos, hoy en día, son diversos de aquéllos predominantes en la época del gran filósofo humanista francés crítico del Iluminismo, a medida en que las condiciones socio-históricas del sujeto social occidental, en el presente momento, no permiten más pensar la idea de comunidad a partir de la lógica holista tradicional que sacrifica la libertad y la autonomía individual, sometiéndolas a la creencia colectiva impuesta de forma imperativa.

 

En la actualidad, la idea de comunidad democrática en la perspectiva de una sociedad civil plural está vinculada a la posibilidad de emancipación de una esfera pública participativa por la cooperación y colaboración, que permitan regular los grandes sistemas complejos generados en la modernidad como aquéllos de la Sociedad Civil, el Estado y el Mercado que obedecen a tensiones diversas individuales y colectivas, objetivas y subjetivas, muchas veces antagónicas.

 

El simbolismo y el significado intersubjetivo de la asociación

 

Aunque los estudios de las racionalidades procedimentales son importantes para entender la democracia deliberativa, debemos aceptar que el énfasis excesivo sobre tales racionalidades suprime parte de la energía intelectual necesaria a la descripción y explicación del hecho de que el fenómeno de la participación ocurre primeramente en la esfera de las significaciones compartidas del plano intersubjetivo. O de lo que Ch. Taylor define como ontologías morales que articulan las representaciones sobre la dignidad, el vivir junto y el respeto peculiar a los derechos (Taylor, 2005: 25), que son recursos centrales para concebir una esfera pública autónoma. Revisitar la democracia participativa a partir de una nueva topografía moral del Self occidental que amplíe las experiencias de la interioridad, la reflexividad y el cotidiano (Taytlor, 2005), nos parece un camino oportuno para entender la constitución de los acuerdos intersubjetivos en las "sociedades de individuos" en las que las identidades están vinculadas a las identificaciones, por su vez conectadas en redes de interlocuciones (Souza, 2003: 25). Estas redes se organizan en el horizonte de visiones compartidas formadas por signos, imágenes y sentidos que en conjunto delimitan una nueva esfera de la actividad intelectual, aspecto central a la comprensión de los fundamentos simbólicos de la práctica democrática.

 

Apenas en un segundo momento, después de que se establezcan alianzas y mecanismos de reciprocidades espontáneos entre las intersubjetividades presentes en el contexto del "mundo común", el sistema de trueque primario tripartito (formado por la donación, recepción y retribución de un bien simbólico o material) conocido como sistema de dádiva, puede emerger como presupuesto de la praxis política, de las reglas de solidariedad y de los procedimientos jurídicos y administrativos que aseguran la validez universal de la justicia y el derecho.

 

Hay, por consiguiente, una comprensión limitada, tanto en el ámbito de la teoría democrática como en el de la intervención política en los espacios de formación de la opinión pública, de lo que sea el simbolismo y del modo como éste aparece en el aparecimiento de alianzas y pactos responsables por el trabajo de socialización y formación del carácter y, también, en la organización de solidariedades culturales y políticas. O sea, a pesar del impacto considerable que la descubierta del simbolismo tuvo clásicamente en la sociología, la filosofía y la antropología por las manos de autores como Mauss (2003), Cassirer (2004) y Lévi-Strauss (2003), no ha habido aún un aprovechamiento adecuado de esas contribuciones en términos de repensar las relaciones entre simbolismo, poder político y democracia. Tal vez por el hecho de que los fundamentos simbólicos de la vida asociativa y de los elementos significativos de la conciencia colectiva, no sean visibles fácilmente a partir de una lógica instrumental. Las ciencias sociales conocen las dificultades de incorporar la "fenomenología de la percepción" a la base conceptual de sus narrativas críticas.

 

Sin el entendimiento socio-antropológico adecuado a respecto de los fundamentos imaginarios y normativos de la asociación primaria entre seres humanos, la acción pública se molda fatalmente a los procedimientos que limitan el horizonte de control y protección social, a la aplicación fortuita y pragmática de mecanismos de reglamentación administrativa de las instituciones colectivas. Tal reduccionismo contribuye, frecuentemente, al refuerzo de las acciones de control, de las jerarquías morales autoritarias y del desestímulo a la autonomía de las esferas públicas plurales y participativas. Por la dificultad de integrar los fundamentos imaginarios y simbólicos de la  acción humana, las intervenciones racionales y planeadas en lo social, en la modernidad, se tornan frecuentemente paliativas, superficiales e insuficientes para detener los procesos de desorganización tanto del sistema político-administrativo - la esfera estatal y de regulación institucional - como del "mundo de la vida" - las prácticas del cotidiano -, al tiempo que favorecen al control de la esfera pública de parte de las oligarquías económico-financieras y especulativas.

 

Nuestra hipótesis es, pues, que la articulación de esta dimensión semiológica en la base del "mundo de la vida" - que es la del simbolismo -, a nuevas acciones públicas que favorezcan el espíritu asociativo y la esfera pública democrática, es una tarea central a la discusión sobre la democracia, hoy en día.  Sin negar el valor de un lenguaje comunicacional en el mundo de los ciudadanos racionales, como propone Habermas (2003ª), hay que reconocer que los pactos y acuerdos intersubjetivos necesarios a la democracia participativa surgen primeramente en el plano de las acciones espontáneas y pre-reflexivas, revelándose por la circulación de los dones de reconocimiento del sujeto social a partir de entendimientos intersubjetivos y por la elaboración espontánea de un lenguaje expresivo que se torna, posteriormente y a partir de la institucionalización del imaginario, intencionalmente compartido.

 

En este texto, defendemos, en suma, la hipótesis de que la ausencia de una mayor profundidad de los fundamentos subjetivos de los procesos de constitución de alianzas y solidariedades repercute negativamente en la adopción de iniciativas colectivas y cívicas, en general, y en la formulación de políticas estatales, en particular, dirigidas a fortalecer la formación de una esfera pública democrática y participativa basada en el  derecho comunitario y de propiedad más igualitario, a medio y largo plazo. La insuficiente comprensión del simbolismo en la acción social y política dificulta el trabajo de representar la política como trascendencia temporal que extrapole el tiempo de vida de los hombres mortales e integre una comprensión ética menos inmediata y más prolongada de la vida (Arendt, 2003: 64; Jonas, 1997: 14). A medida en que la acción política, en general, y la acción estatal, en particular, se limitan a una "metafísica de la presencia" que condiciona el campo de los movimientos político-estratégicos a la objetividad social inmediata, se pierde de vista la importancia de la dualidad, del antagonismo y del conflicto en la producción del mundo de la vida (Mouffe, 1994: 12), ahora y en el mañana.

 

Con este propósito buscamos profundizar en este texto el concepto de simbolismo asociativo que puede también ser interpretado como un conjunto de metáforas inspiradoras de los acuerdos intersubjetivos. Para explorar su interés en términos de la acción colectiva y de la esfera pública democrática, debe entenderse que los fundamentos morales que condicionan los deseos de que los individuos estén juntos e de que compartan iniciativas comunes como si fuese algo absolutamente natural, obedece a una cierta incondicionalidad dada por la constelación simbólica subyacente al "mundo común". Son esos fundamentos que delimitan el carácter de las experiencias de dignidad en la vida cotidiana, de reconocimiento de la propia singularidad, llevando a emancipar derechos subjetivos en cada individuo y en cada grupo, abriendo nuevos horizontes a la regulación de la esfera pública y democrática (Taylor, op. cit.: 30). Tales experiencias redundan en resoluciones culturales más complejas del don y del reconocimiento del sujeto social que dejan de referirse apenas a pactos comunitarios obligatorios, abriéndose para expresiones políticas y culturales complejas, diferenciadas y singularizadas.

 

El simbolismo asociativo es de fundamental importancia a la extensión de la comprensión del don en cuanto que alianza y base de la política y la democracia participativa. El pacto fundador de la vida social tiene una significación simbólica primera que instituye la cultura del don antes de que el pacto asociativo asuma formas institucionales más visibles al derecho, a las reglas y a los procedimientos de acción. Tal significación simbólica puede ser entendida como un referente mítico en el interior del que se desarrolla una experiencia de sentimiento y de conciencia del Yo y del A mí (Mead, 1967), experiencia ésta que apenas puede suceder a partir de una comunidad de referencia que tradicionalmente corresponde a los clanes y las tribus (Cassirer, 2004: 298). En las sociedades actuales, tal experiencia compartida se reproduce por los sistemas familiares, del vecindario y aquéllos de carácter asociativo. En las sociedades complejas, la organización de este Yo y este A mí se apoya en Innumerables redes de inserción, "circuitos de solidariedad que difieren profundamente de la imagen del actor políticamente organizado" (Melluci, 2001: 97), presentándose como redes de carácter segmentado y reticular.

 

En otra dirección, los acuerdos intersubjetivos generadores de una democracia participativa asociativa no pueden prosperar con suceso caso no entendamos que la libertad individual en la contemporaneidad ejerce un impacto subversivo sobre el simbolismo. Merleau-Ponty comprendió con clareza este fenómeno de fragmentación de las estructuras simbólicas tradicionales en las sociedades complejas contemporáneas, donde los individuos, a partir de sus propias motivaciones y experiencias, son llevados a definir sus propios sistemas simbólicos. Según el autor "esta subversión se traduce en ganancias macizas, posibilidades totalmente nuevas, como también en pérdidas cuyo valor precisa ser mensurado, riesgos que empezamos a constatar. El trueque y la función simbólica pierden su rigidez, pero también su belleza hierática; la mitología y el ritual se substituyen por la razón y el método, pero igualmente por un uso profano de la vida, acompañado de pequeños mitos compensatorios sin profundidad" (Merleau-Ponty, 1960, p.141).

 

Las nuevas formas societales -interpersonales, intergrupales o intercomunitarias- fundadas en las luchas por el reconocimiento, la inclusión, el respeto y las  posturas identitarias diferenciadas, constituyen la trama central de las disputas y conflictos que están en el origen de los pactos intersubjetivos formados por los dones en circulación, sin los que no pueden emerger valores como la libertad y la conciencia moral colectiva que generan el sentimiento democrático de la "obligación de ser libre". Pero para que estas culturas particulares se generalicen sirviendo de base a modelos organizacionales más amplios - a culturas cosmopolitas y "glocales" - y a un nuevo sistema de derecho asociativo de base comunitaria ampliada, son necesarias acciones públicas que valoren los significados de las prácticas asociativas que funcionan como cemento afectivo de aquellas formas societales más libres. El proceso de creación cultural de una nueva forma de hacer política a partir de las sociabilidades primarias revela las tramas vividas por los sujetos sociales en el seno de choques culturales cruzados, de una parte, entre lo tradicional y lo moderno, y de otra, entre lo nacional y lo global. La innovación cultural contemporánea manifiesta, a su vez, nuevas modalidades de trueques, de dádivas positivas y negativas que son recreadas y recicladas por los individuos a partir de las rupturas de antiguas creencias y valores y del surgimiento de nuevas modalidades de acción en el mundo de la vida y en las esferas de los sistemas formales.

 

Democracia y esferas públicas asociativas

 

Sin el entendimiento de estos aspectos míticos, simbólicos, morales, estéticos e institucionales subyacentes a las nuevas formas asociativas en la actualidad, las intervenciones colectivas dirigidas a la ciudadanía por parte del Estado o de las organizaciones no-estatales, se tornan precarias e insuficientes. Esta reflexión es particularmente importante para pensar salidas, en lo político, para aquellos segmentos sociales marginados o excluidos del mercado de trabajo organizado. Frecuentemente, semejantes iniciativas amplían las tendencias entrópicas y de desorganización social, cultural y moral de los sistemas asociativos primarios, a ejemplo de la familia,  los vecinos, los amigos y los grupos asociativos, revelando una crisis profunda instalada en los antiguos mecanismos de protección social vigentes en la modernidad en los países centrales (Rosanvallon, 1981) y mismo en las periferias (Martins, 2006), entre los siglos XIX y XX.

 

En la práctica, tales tendencias entrópicas de las acciones estatales denuncian un creciente desperdicio de recursos y el debilitamiento de la cohesión social que se amplían a medida en que el planeamiento público estatal y no-estatal no considera las determinaciones subjetivas del hecho asociativo primario y sus impactos en las organizaciones formales. Tal factor desagregador tiende a revelar la alienación de las esferas públicas en relación a sus fundamentos simbólicos y morales,  lo que dificulta el posicionamiento de la opinión pública a respecto de temas estratégicos de la vida social. La cosa sucede como si el sujeto social que se organiza en esas esferas públicas que hoy en día adquieren mayor complejidad a partir de los procesos de transnacionalización y relocalización, no pudiese comprender la vida cotidiana en cuanto que expresión de un "hecho social total". De hecho, éste no puede ser percibido a partir de perspectivas utilitaristas y mercantilistas hegemónicas valorizadoras de lo cuantitativo sino a través de expresiones cualitativas inherentes a los pactos intersubjetivos. La posibilidad de que el sujeto social readquiera la conciencia de su función creadora de lo público exige, por lo tanto, un cuadro de referencia más amplio que se apoye en el simbolismo (Mauss, 1999) y en la ontología moral (Taylor, 2005).

 

El pensamiento social presenta algunas limitaciones en el campo de acción democrática y en cuanto experiencia de participación que se fundamenta en la movilización de las esferas públicas, en el simbolismo y la asociación. Repensar la democracia en un contexto de crecientes demandas por reconocimiento, de un lado, y de una pérdida de vitalidad de los antiguos mecanismos regulatorios y redistributivos del aparato estatal, por otro, es una tarea urgente que permitirá superar la comprensión burocrática de la participación e incluir una visión interactiva, colaborativa y significativa de las prácticas sociales.

 

Ciertamente, el clima socio-cultural actual está en efervescencia y marcado por conflictos, rivalidades y generosidades dentro de las diferentes estructuras del poder que escapan al control de cualquier poder centralizado, como es el caso del Estado.  Esto despierta una tensión inevitable entre la acción directa e indirecta, entre la democracia primaria y la secundaria, provocando dislocamientos de sentidos y el surgimiento de nuevas significaciones colectivas que se expresan en normas, valores, creencias y reglas sociales que son traducidas casi siempre de modo abrupto y discontinuo en los espacios entre el individuo y el grupo. Por consiguiente, las perspectivas de surgimiento de una cultura democrática participativa, auténtica y válida para todos los niveles institucionales de la acción política - desde los niveles macro-sociológicos hasta aquéllos micro-sociológicos -, pasan a depender de formas de regulación intersubjetivas que sean capaces de disolver las tensiones diversas - entre propósitos individuales y colectivos, interés y desprendimiento, libertad y obligación - que aparecen en primer lugar, por lo tanto, en el "mundo común".

 

Es un hecho que las luchas democráticas dejan de ser reguladas por mecanismos tradicionales, como el voto o el clientelismo, exigiendo nuevos dispositivos polifónicos, abiertos y transversales, simultáneamente horizontales y verticales que respondan a las diversas presiones -individuales, grupales y corporativas- resguardando los principios de universalidad, diversidad y justicia social, individual y comunitaria. Pero si esos dispositivos de regulación político-jurídica tuviesen existencia irregular y efémera, no siendo suficientemente legitimados y reglamentados por los poderes legitimados, no podrían servir efectivamente a la emancipación de una democracia participativa de base asociativa. Para esto, es necesario que tales dispositivos estén permanentemente regulados por representaciones y creencias colectivas en torno de alianzas a favor del hecho asociativo, y también por la creación de nuevos dispositivos públicos de gestión y regulación que tengan una efectividad a corto, medio y largo plazos. Pues la gobernabilidad debe ser reinventada para permitir la reversión y el control de los procesos anárquicos, generados a partir de la desrreglamentación de los mecanismos tradicionales de control social, de la insuficiencia de la democracia representativa y de la desconfianza popular, generadas por las retóricas populistas de muchos gobernantes.

 

Es importante que las reformas políticas avancen más incisivamente en el sentido de la creación de dispositivos de regulación y redistribución legitimados en sistemas de poder descentralizados surgidos de las movilizaciones comunitarias locales y del ejercicio de prácticas asociativas fundadas en las reglas del don, del reconocimiento y de la colaboración. Sin embargo, tales dispositivos no deben negar el hecho de que los intereses localizados deben someterse al imperativo de la universalidad y del bien común, que tienen como guardianes a todos los que ejercen la autoridad legítima y legal: en las asociaciones, las organizaciones públicas y privadas y los sistemas políticos y gubernamentales. El don entendido como reconocimiento es el fundamento de una cultura asociativa que lleva a los individuos a que vivencien intersubjetivamente las obligaciones colectivas en cuanto virtud y medio de liberación y no de opresión. Éste es el clima de surgimiento de una nueva cultura democrática y asociativa, de una cultura de reciprocidad fundada en nuevas alianzas que favorezcan simultáneamente la diversidad identitaria y el bien común y público, en los planos local y extra-local, nacional y transnacional.

 

La resolución de los dilemas entre la acción política directa (democracia primaria) y la acción política indirecta (democracia representativa o secundaria) puede ser mejor comprendida a partir de la formulación de un concepto de cultura política democrática y participativa forjada en las experiencias del cotidiano y en los aciertos intersubjetivos que den cuenta, simultáneamente, de las actividades teóricas y prácticas de acción social y de las conexiones  socio-antropológicas entre los planos de la esfera simbólica y material. En fin, una lectura de la democracia en cuanto reconocimiento (Honneth, 2003) implica en considerar, en primer lugar, el don como operador necesario a las conexiones y alianzas entre personas morales, individuales y colectivas.

 

Hay en curso, por consiguiente, un nuevo simbolismo asociativo surgido de un pensamiento contra-hegemónico que reacciona en contra de la simplificación excesiva producida por la ideología neoliberal que actúa sobre el mundo de la vida y los fundamentos de la democracia. Este simbolismo asociativo producido en los movimientos de diversidad social y cultural revela nuevos acuerdos entre individuos, grupos, etnias y nacionalidades que rompen la composición uniforme y simple de la esfera pública tradicional de las sociedades nacionales para revelar nuevas esferas públicas híbridas e inéditas, producidas por el encuentro de varias historias y narrativas. Tal vez, aquí, podamos salir del torbellino democrático provocado por la globalización técnico-económica para conocer una nueva globalización definida por E. Morin de "sociedad-mundo", que no más guardaría los resquicios de la colonización y favorecería al humanismo democrático (Morin, 2002, p. 43) en los planos global, nacional, regional y local.

 

O sea, entender la democracia participativa como un bien moral y simbólico fundado en la alianza, permite concluir que el contrato social, inspirado en la regulación de intereses materiales y privados egoístas, constituye apenas un desdoblamiento del sistema general del don (Godbout y Caillé, 1992). Diferentemente, el bien público, en la perspectiva de una cultura democrática participativa fundada en el reconocimiento recíproco e intersubjetivo, debe constituir un nuevo código de referencias normativas y axiológicas, no reductible a los intereses privados, un código que supere el egoísmo individual para instaurar una experiencia de identificación con el otro, que Schopenhauer (2001, p. 136) sintetiza por la expresión denominada de compasión.

 

La concretización de esta cultura democrática direccionada a un nuevo tipo de esfera pública, híbrida y compartida, depende de la posibilidad de articular a la Sociedad Civil y al Estado en planos micro-organizacionales donde se vivencien, se donen, se negocien y se compartan nuevas creencias y códigos colectivos y donde las reglas funcionales y la dinámica interpersonal se transformen en prácticas cooperadas.

 

Las experiencias actuales de democracia participativa - a ejemplo de los consejos municipales (Cary, 2006) - señalan teóricamente para este salto en la institución democrática, aunque en la práctica todavía haya un largo camino a recorrer antes de que se constituya en una realidad efectiva. En este sentido, es conveniente que la acción pública lleve en consideración el valor de lo simbólico para consolidar la materialización de la práctica asociativa y solidaria y la expansión de la democracia participativa. Ciertos símbolos como la pelota el equipo de fútbol, los naipes o el juego de dominó, que aparentemente son figuras banales y de poco interés para la política y la acción pública, cargan en sí un fuerte componente asociativo.

 

Infelizmente, tales figuras son, en general, menospreciadas por los gestores públicos que piensan - lo que representa una visión limitada de la política - que la concientización del espíritu de ciudadanía depende apenas de estrategias de convencimiento y manipulación, desconociendo la importancia del simbolismo, en general, para promover solidariedades y adhesiones a acciones de carácter público. Tal vez el hecho de que la teoría democrática aún no esté dando espacio suficiente al papel de los pactos intersubjetivos en la constitución de la práctica democrática, está constituyéndose en un factor inhibidor de la creación de políticas sociales emancipadoras. Ésta es una cuestión que merece una reflexión más profunda en otra oportunidad.

 

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