La problemática de la tercera edad (*) y su situación de exclusión social se encuentra justo en la intersección de cambios sociales claves del siglo XX, pues trasciende hacia una serie de realidades, tales como el mercado de trabajo, el sistema de producción, la seguridad social, los sistemas de pensiones, las reformas en el sistema público de salud, la estructura familiar y el consumo. Cruzado, todo ello, por uno de los fenómenos socio demográficos más significativos del pasado siglo, como es el aumento en la esperanza de vida y la consiguiente mayor longevidad en hombres y, sobre todo en mujeres.

 

Se ha conquistado la vejez, en el sentido de prolongar los años de vida de los seres humanos y, sin embargo, esta resulta una etapa a la cual nadie quiere llegar. "No quiero llegar a viejo" -me dice el señor que me atiende en una Librería en el centro de Santiago. "Yo quiero que mi ciclo llegue hasta los 40 años, y de ahí no seguir envejeciendo. ¿Y usted -me interpela finalmente- quiere envejecer?"

 

El envejecer como proceso va más allá de querer o no, de nuestra voluntad. El envejecimiento es una realidad que posee un sustento biológico al cual desde nuestra condición de seres humanos, no podemos soslayar. Es un proceso que no queremos protagonizar; tan sólo ser testigos externos. Su construcción y significación social lo conceptualiza como un malestar, "que no denota tan sólo una infracción estética y física, sino una especie de infección, una enfermedad contagiosa, cuyo contacto hay que evitar a toda costa (Schirrmacher 2004: 86).

 

Esa es la gran paradoja de la vejez en la actualidad: que la longevidad ha sido un gran logro del desarrollo médico, económico y social, pero indeseado y evitado por las personas.

 

Producto de esta conquista del tiempo, la vejez será cada vez menos sinónimo de muerte. Muerte biológica, vital. La muerte social es la muerte que acompaña a la vejez en la sociedad actual y en la cultura occidental moderna. Es la exclusión y discriminación por razón de la edad. Cuando miramos al mercado laboral esto se ve claramente. Algunos autores han llegado a proponer un cambio en la definición de ‘trabajador/a mayor', que rompa con la noción de proximidad a la edad de jubilación, y que se base en una concepción de empleabilidad en relación con el mercado de trabajo y no de marginación o discriminación. Curiosamente después de los 40 años los trabajadores/as ya son considerados "viejos/as" para seguir participando en él y no a los 60 o 65 cuando lo establece la institución social de la jubilación. ¿Qué ocurre entonces?, ¿a qué edad comenzamos a ser considerados viejos o viejas? Cuando vemos que la frontera no es cronológica, nos encontramos frente a la significación social de la edad. Se habla entonces de edad social. Socioculturalmente hablando, al aproximarnos al fenómeno de la vejez y el envejecimiento la perspectiva de género resulta relevante no sólo como principio estructurador de toda la sociedad humana (Moore 1996), sino también porque el mundo del envejecimiento es y será principalmente femenino en términos de longevidad y mayores esperanzas de vida. La feminización del envejecimiento la vemos también en el hecho de que los cuidados durante la vejez recaen en mujeres siendo ellas, dentro de la estructura familiar, las principales cuidadoras: "las aportaciones de las personas ancianas mediante su trabajo gratuito resulta hoy en día tan imperceptible como lo era hace 20 años el trabajo gratuito de las mujeres en el ámbito doméstico y en el del cuidado de otras personas" (Arber y Ginn 1996: 24). Asimismo, dentro de este segmento de edad, las mujeres son las más pobres: feminización de la pobreza.

 

En la cultura occidental, y en el interior de su compleja dinámica social, se deja arbitrariamente a un grupo de edad -la tercera edad- sin ningún papel y participación social activa, y por lo tanto, excluidos y marginados de la actividad y la esfera pública. Los únicos roles que siguen desempeñando son aquellos que dicen relación con la esfera privada, dentro de la familia -siguen siendo padres o madres, algunos esposos/as, abuelos/as y hasta bisabuelos/as. A este nivel, la dificultad se presenta en que su estatus como individuo social ha ido desapareciendo. El desempeño de actividades durante la tercera edad y después de haber dejado el mercado laboral -si es el caso-, debe ser sinónimo de compromiso y responsabilidad. La responsabilidad genera posiciones de integración en el interior la comunidad, la sociedad y la familia.

 

Los actuales procesos de cambio en las sociedades complejas contemporáneas, significarán la configuración de un nuevo marco caracterizado no sólo por el envejecimiento de la población, sino también por profundas transformaciones en las relaciones y estructuras familiares. El desarraigo que significa para las personas mayores el desajuste al interior de la familia, es una consecuencia de la percepción diferenciada de los valores de compromiso y responsabilidad entre sus miembros. Los más jóvenes -sus propios hijos e hijas- forman sus núcleos familiares, desligándose del núcleo original; en cambio, los adultos mayores, consecuentes con valores familiares tradicionales, sienten -más bien creen- que los hijos e hijas tienen el deber de hacerse responsables de ellos como reconocimiento y agradecimiento de la educación, alimentación, cuidado, y de todo lo que sus padres han hecho por ellos en otro momento.

 

Este fenómeno nos muestra que las expectativas frente a las relaciones familiares y el marco de valores que guían la interacción dentro de los miembros de una misma familia -pero generacionalmente distintos- no responden ni se configuran a base de un mismo patrón cultural. Y ello, principalmente, porque los agentes socializadores -desde la primera infancia- se encuentran fuera del hogar: los medios de comunicación de masas, la escuela, y el grupo de amigos, entre otros, van configurando verdaderas subculturas de grupos de edades (Osorio 1998). En las nuevas generaciones se ha ido desarrollando una cultura juvenil totalmente desligada de los más viejos y de su historia. Esta se fundamenta en torno al corto plazo, vivir el presente y el instante sin importar orígenes o la proyección hacia un futuro, su bandera es la independencia y constituir redes sociales a base de relaciones funcionales, incluso al interior de la misma familia.

 

Frente a esta realidad CELADE evidencia que a fines de los noventa, en la región latinoamericana y caribeña, uno de cada cuatro hogares tenía entre sus miembros a una persona de edad avanzada, donde la gran mayoría de esas personas mayores vivía en hogares multigeneracionales (CELADE 2003). En un contexto de globalización económico-social y a la hegemonía ideológica que ésta representa, nuestras sociedades se han visto enfrentadas a una tendencia de uniformidad cultural y al predominio del individualismo, lo cual no sólo se expresa a niveles macro, sino que presenta manifestaciones a nivel cotidiano bastante claras y significativas para las diferentes generaciones.

En la región latinoamericana destaca el hecho de que el envejecimiento se está dando, y se dará en el futuro, a un ritmo más acelerado de lo que ocurrió históricamente en los países hoy desarrollados. Con un escaso desarrollo institucional y con la consecuente incidencia de pobreza, inequidad social y una cada vez mayor disminución del apoyo y redes familiares producto de la baja fecundidad. Este envejecimiento paulatino e ineludible de la población se está dando en todos los países, aunque con niveles variables. La población se va reduciendo mientras el segmento de personas mayores se duplica. Se proyecta que la población de 60 años o más se triplicará entre 2000 y 2050. En general, para nuestro país el siglo XX ha sido un periodo de crecimiento, por lo que se estima que el siglo XXI será de envejecimiento poblacional. Esto se traduce en un significativo cambio de la estructura socio-demográfica en Chile. Seremos -si es que ya no lo somos- un país envejecido, en donde exista un gran porcentaje de personas mayores de 60 años, marginados y excluidos social y económicamente si es que no comienzan a darse cambios cualitativos en la gestión política y social de la vejez en nuestro país.

Cuando la problemática de la vejez era competencia -casi exclusiva- de determinadas instituciones públicas o privadas de beneficencia, la construcción social de la tercera edad la enmarca dentro de los llamados grupos vulnerables. A pesar de que se buscó reducir las diferencias y ayudar a los menos afortunados, estos beneficios no permitían que surgiera en ellos un estatus de ciudadanía (Corporación AÑOS 1999). La intervención del Estado, en un primer momento, no se sustentaba en una concepción de derechos ciudadanos y de igualdad. Por ello "la mayor parte de la tarea se dejó en manos de la caridad privada, y la idea general, aunque no universal, de las organizaciones caritativas era que sus beneficiarios no tenían derecho personal alguno a reclamar" (Marshall y Bottomore 1998: 40). Los individuos más necesitados son vistos como frágiles y meros receptores pasivos de beneficios y asistencia, sin ninguna capacidad o derecho que ejercer. De todas formas la idea de igualdad está implícita en la de beneficencia-paternalista pero no la de derecho, que deviene de ciudadanía (el ciudadano es aquel que no sólo tiene derechos, sino que también los conoce y los ejerce -conciencia ciudadana).

 

Las primeras aproximaciones a la tercera edad, por lo tanto, han sido aquella que la perciben y conceptualizan desde la vulnerabilidad, filantropía y protección. La protección o el estado de protección de las personas muchas veces conllevan discriminación. El argumento de protección hacia las persona mayores encubre un argumento o idea discriminatoria, en cuanto el estado de protección los reduce a sujetos pasivos y sólo receptores de beneficios, invalidándonos socialmente y neutralizando su calidad de sujetos de derecho, de ciudadanía. La protección a la ancianidad la ha marginado y la ha ido construyendo con elementos de discriminación. De hecho una de las primeras entidades públicas que asume la problemática de la tercera edad desde una cierta -o en un intento de- política social, fue CONAPRAN, su paradigma era el asistencialista (Corporación Nacional de Protección a la Ancianidad). Consecuencia de ello, la política social hacia la tercera edad nace portando el germen de la discriminación y la exclusión social, en cuanto se nueve sobre las bases de un paradigma de beneficio y protección. Y si observamos la actual política de vejez y envejecimiento en Chile, me atrevería a afirmar que tampoco ha perdido ese fundamento.

 

La exclusión social de la vejez en la complejidad social contemporánea responde, entre otros factores, al hecho de que los viejos y las viejas se han constituido como sujetos de beneficio que los margina, que no les da un lugar y un rol activo como recurso para el desarrollo y ejercicio de ciudadanía. Una de las características de la sociedad actual, es que es cada vez más individualista y con una política económica y social que favorece a un sector económicamente productivo por sobre la vejez, las personas ancianas, jubiladas y los económicamente ‘improductivos' (Walker 1980). Al jubilar y al llegar a la tercera edad, tanto a hombres y como a mujeres se les enmarca en el interior de una categoría que no es ni productiva ni propiamente reproductiva en su quehacer cotidiano. La persona mayor en cuanto jubilado, por ejemplo, junto a su trabajo ha perdido su rol y participación social. No es económicamente productivo, por lo tanto, ya no participa activamente ni incide dentro de la esfera pública. La incorporación de la mujer al mercado laboral fue el producto de una larga lucha de numerosos colectivos. Ejercer el derecho al trabajo ya es una realidad para un gran porcentaje de mujeres. Sin embargo, esta misma incorporación encierra una serie de discriminaciones y desigualdades. El ingreso es una de ellas. Realidad que muchas veces acentúan la exclusión y la precariedad. La desigualdad actual en el mercado de trabajo que se deja ver en la diferencia salarial por ejemplo, entre hombres y mujeres es un antecedente importante en cuanto a que las desigualdades de género presentes durante la vida laboral suelen proyectarse hacia la jubilación. De tal forma que "la pobreza en la vejez comienza cuando se trabaja a cambio de salarios bajos, y en las mujeres se da una constante histórica en este sentido" (Bazo 2001: 25). Cuestión preocupante a la hora de percibir la pensión de jubilación pues, si ya sabemos que las cotizaciones de las mujeres suelen ser más irregulares que las de los hombres, por concepto de maternidad, cuidado de hijos o familiares; éstas se ven mayormente afectadas por la merma que le significa cotizar por un sueldo más bajo, "al tiempo que las mujeres continúan siendo en su periodo de vida activa un ejército de reserva de mano de obra, se mantiene y perpetúa el sistema de desigualdad entre géneros que culmina en la ancianidad" (Op. cit. Ibid). Por lo tanto, los mayores desniveles económicos se presentan en la vejez en las mujeres mayores. Se constata, que dentro de las mujeres son las más ancianas y las que viven solas quienes se encuentran en la escala de ingresos más baja.

 

Las personas mayores son, en el sentido sociológico del término, marginadas: están integrando la sociedad pero no participan de ella, sólo pueden recibir beneficios de ésta sin dirigir ni tomar decisiones. Comfort (1984: 22) se refiere al fenómeno de la siguiente forma: "se les arrincona como ciudadanos acabados y desprovistos de toda utilidad pública, al mismo tiempo que se les adoctrina para que se aparten del mundo... hasta que la muerte venga por ellos".

 

Nos dirigimos hacia la repartición casi equivalente de los tiempos en nuestras experiencias de vida, como afirma la socióloga francesa Anne Marie Guillemard (1971): 25 años de formación, 25 años de trabajo, 25 años de jubilación -y quizá más me atrevería a agregar yo. La mayor longevidad amplia el horizonte de la vida. Por consiguiente, las formas de vivir la vejez sufren transformaciones. Sin duda, que cuando uno tiene de 20 a 30 años por delante, algo espera, no podemos estar más de 20 años sólo esperando la muerte. La construcción social de esta etapa de la vida tendrá que cambiar. Esta política de aislamiento, en espera de la muerte, del ciudadano marginal no vale para un grupo etáreo, para hombres y sobre todo mujeres que dentro de algunas décadas representará un cuarto de la población total.

 

Si miramos adelante haciendo una proyección hacia el futuro de la vejez, el panorama cambia. Hacia el futuro se perfilan nuevos modelos de vejez: con mayores recursos sociales, culturales, educacionales y financieros que las generaciones precedentes. El contexto sociocultural del envejecimiento ha ido cambiando progresivamente. Las futuras generaciones protagonizarán una vejez diferente. En este contexto, el actual marco de políticas sociales y públicas hacia este sector necesariamente tiene que cambiar, pues el aumento de la población no sólo modifica la estructura demográfica, sino que se presentan cambios en el interior de la compleja dinámica social y su estructura. Si bien las cifras son demasiado objetivas, este no es solamente un problema de números. El problema social y político que puede significar para una sociedad envejecida, no considerar a este sector etáreo como un importante recurso humano para el desarrollo del país, puede ocasionar considerables problemas al sistema de seguridad social (pensiones, montepíos, jubilaciones, etc.), al sistema de salud y, en general, consecuencias socioeconómicas desfavorables y de exclusión.

 

Ante ello se propone la figura del Envejecimiento Activo bajo una conjunción de deberes o responsabilidades individuales y sociales y el ejercicio de derechos, para no ser excluido del entorno de la toma de decisiones. Que se generen políticas sociales sobre la base de un paradigma de envejecimiento activo y ciudadano, y que provea de los mecanismos necesarios para una real inclusión y participación ciudadana de hombres y mujeres mayores. A nivel individual es tener la certeza de que la vida de uno no es solo sobrevivir. Hay diferentes factores que permite -o dificulta- que la experiencia de la vida en la tercera edad sea significativa. La participación social y la satisfacción consigo mismo, son claves. Es cargarla de significado y sentido para uno mismo y para los demás. O sea, que aquel significado se traduzca en un compromiso permanente. Durante la tercera edad es importante el reconocimiento y la valoración de la contribución que hacen los viejos y las viejas, tanto en el ámbito familiar, como comunitario y social. Las instituciones deben ofrecer la oportunidad a las personas mayores de contribuir y participar activamente. De lo contrario, muchas personas mayores sienten que sus habilidades, conocimientos de aportar están siendo despilfarrados por quienes les rodean y por la sociedad en general. Por otra parte, también sienten que traicionan sus propias capacidades.

 

Por lo tanto, deberemos replantearnos la pregunta por la tercera edad en los actuales contextos de cambio y experiencias asociadas con el envejecimiento al interior de la complejidad social contemporánea. Incluso, se enfatiza la necesidad de un nuevo contrato social intergeneracional ante el desafío del creciente envejecimiento de las sociedades. Donde las personas mayores sean ciudadanos y cuidadanas activas a la vez que un recurso de participación social real. Por lo tanto, una de los desafíos para las generaciones futuras es la de promover un nuevo contrato intergeneracional. Para que no peligre la solidaridad y las relaciones entre ellas, las políticas orientadas hacia la superación de la pobreza en la vejez, juegan un rol clave. Incluso, la reducción de la dependencia en la tercera edad, debe ser una labor conjunta entre generaciones.

 

Concluiré recordando las palabra de la socióloga del envejecimiento María Teresa Bazo (2001) quien afirma que los cambios que trae consigo la modernidad significarán que se produzca un tipo diferente de vejez, una nueva vejez en las futuras generaciones, por tanto, seguir investigando en vejez y envejecimiento significará el reto de buscar lugares y roles nuevos para las nuevas personas mayores, así como conocer cómo se modelan las nuevas identidades en la complejidad social contemporánea.

 

Bibliografía

 

Arber, S. y J. Ginn. 1996. Relaciones de género y envejecimiento. Enfoque sociológico. Madrid: Marcea.

 

Bazo, M. T. 2001. La institución social de la jubilación: De la sociedad industrial a la postmodernidad. Valencia: llibres.

 

CELADE. 2003. Las personas mayores en América latina y el Caribe: Diagnóstico sobre la situación y las políticas. Santiago de Chile, División de Población de CEPAL.

 

Comfort, A. 1984. Una buena edad: la tercera edad. Madrid: Debate.

 

Corporación AÑOS. 1999. Adulto Mayor, Ciudadanía y Organización Social. Santiago: INP.

 

Guillemard, A. M. 1971. La Retraite: entre le travail et la mort. Etude sociologique de comportements des retraités. Thèse de Doctorat. Paris: Sorbonne.

 

Marshall, T. H. y T. Bottomore. 1998. Ciudadanía y Clase Social. Madrid: Alianza.

 

Moore, H. 1996. Antropología y feminismo. Madrid: Cátedra.

 

Osorio, P. 1998. "La Jubilación y sus implicancias socioculturales", trabajo publicado en las Actas del 3er Congreso Chileno de Antropología.

 

Phillipson, C. 1999. "The Social Construction of Retirement: Perspectives from Critical Theory and Political Economy". Minkler and Estes (ed) 1999 Critical Gerontology. Perspectives from Political and Moral Economy. New York: Baywood.

 

Schirrmacher, F. 2004. El complot de Matusalén. ¡Que no te frene el miedo a envejecer! Bogotá: Taurus.

 

Walker, A. 1980. "The Social Creation of Poverty and Dependency in Old Age" Journal of Social Policy Vol. 9 (1), 49-75.

 

Weiss, R and Bass, S 2002. "Epilogue: Concluding Note on Meaning and the Possibility of Productive Aging". Weiss, R and Bass, S (Ed) 2002 Challenges of the Third Age. Meaning and Purpose in later life. Oxford: Oxford University Press.



Notas


* Trabajo desarrollado en el marco del Proyecto FONDECYT Postdoctoral Nº 3050029: "Trabajadoras mayores y jubilación. Expectativas y valoraciones de las mujeres ante la jubilación y la vejez",  y el Proyecto CONICYT-Banco Mundial, Anillo de Ciencias Sociales Nº ACS-33: "Observatorio Social del Envejecimiento y la Vejez en Chile", de los cuales la autora es investigadora responsable y asociada respectivamente. Una primera versión del texto fue presentada en el Seminario "Las nuevas exclusiones en la complejidad social contemporánea" organizado por el Programa de Magíster en Antropología y Desarrollo y realizado en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile el 29 de julio de 2005. El presente documento corresponde a la transcripción revisada de la presentación oral en dicho Seminario.