Introducción

 

La solución a problemáticas de Salud Mental constituye hoy de ma­nera indiscutible una de las tareas sanitarias pendientes más relevantes a nivel mundial (Rodríguez 2009). Desde la incorporación de indicadores de Carga de Enfermedad Compuestos[1], se ha evidenciado la drástica transi­ción del perfil epidemiológico, desde enfermedades contagiosas de orden biológico hacia aquellas asociadas al impacto de los problemas de salud mental y sus condicionantes sociales.

Muestra de ello refieren los Estudios de Carga de Morbilidad Global de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y del Instituto de Medi­ción y Evaluación en Salud (IHME), que señalan al grupo de las enferme­dades neuropsiquiátricas como una de las condiciones que más Años de Vida Saludables Perdidos (AVISA) concentra al año 2008, proyectando al diagnóstico de Depresión Mayor como la causa específica que mayor car­ga de salud tendrá a nivel mundial para el 2030, por sobre todo el univer­so de enfermedades de la salud (OMS 2008a; IHME 2012). La situación en Chile es aún más aguda, reportando a los Trastornos Mentales y del Comportamiento como el grupo con mayor AVISA, explicando cerca del 14% de la carga de enfermedad al 2010, y que, incluyendo las afecciones neurológicas, alcanza el 31% (MINSAL 2011a; IHME 2012).

En este escenario, las políticas públicas de Salud Mental en el Chile, caracterizadas en la década de los '90 por una orientación de "Salud para Todos", han transmutado hoy hacia la focalización de sus intervenciones, implementando planes y estrategias nacionales para paliar selectiva y priorizadamente algunos de estos fenómenos. Ejemplo representativo de ello es la inclusión del diagnóstico de Esquizofrenia (primer brote), Depre­sión, y Dependencia y Consumo Problemático de Alcohol y Drogas e me­nores de 20 años los años 2006 2007 y 2008 respectivamente, como parte del Sistema de Garantías Explícitas en Salud (GES), mejorando con ello cobertura, acceso y prestaciones para estas tres categorías diagnósticas.

Sin embargo, analizado en contexto, Salud Mental constituye en la actualidad tan sólo un 5% del total de patologías AUGE, siendo entonces también un ejemplo representativo de la inversión pública en la materia: con cerca de un 3% actual del gasto fiscal en salud, el presupuesto en Sa­lud Mental no ha mostrado mayores variaciones en la última década, re­presentando una de las inversiones más bajas de la región y situándose lejos de las recomendaciones de la OCDE (Gurría 2010).   

Tan escasa inversión pública, lejos de justificarse por una evaluación favorable del impacto de las políticas implementadas,  muestra (a) caren­cia de modelos planificados para una evaluación confiable de impacto (in­cluso en términos de lógica puramente sumativa) (OMS 2006; MINSAL 2011b)[2] y (b) estimaciones que, cuando son factibles, valoran resultados que parecen distar de la efectividad. Algunos ejemplos: (1) En Chile, la Carga de Enfermedad AVISA para el diagnóstico de Trastornos Mentales y del Comportamiento se mantiene en aumento entre 1990-2010, pese a la inclusión de diversidad de políticas en la materia (OMS 2006) (2). La se­rie de Encuesta Nacional de Salud (ENS) -uno de los pocos instrumentos planificados con representatividad muestral a nivel nacional y que permite comparar cohortes- del año 2003 y del periodo 2009-2010 (MINSAL 2011a), no reporta diferencias significativas en la prevalencia de Síntomas Depresivos, estimando un modesto impacto del sistema GES-AUGE para el tratamiento del diagnóstico de Depresión; y (3) el aumento en la tasa de suicidios entre 2003 y 2009 de personas en edad media sitúa a Chile como uno de los países con mayores índices de este fenómeno dentro de la OCDE (OCDE 2013).

Lo anterior muestra un escenario nacional caracterizado por la baja consideración a la Salud Mental en un terreno de creciente precarización de la misma, lo cual, desde la lógica técnica de los modelos convenciona­les vigentes, espera la generación de políticas altamente costo-efectivas bajo la forma de programas generalistas y estandarizados susceptibles de ser evaluados en función de una transversalizada  economía de la salud que no alcanza para impactar en las esferas funcionales de la sociedad donde la actual situación justamente está mostrando sus síntomas (Goye­nechea & Sinclaire 2013; MINSAL 2011a).

 

1. El rol del diagnóstico individual en la política pública en salud mental

 

El modelo bajo cuya denominación se configuran las políticas y prácticas antes señaladas suele nominarse como biomédico, el cual descri­be las problemáticas de salud mental como fenómenos esencialmente in­dividuales y cuya etiología disfuncional estaría asentada fundamental­mente en la biología de los organismos. Consecuentemente, el tratamien­to está enfocado en intervenciones individuales, orientadas, en el fondo, a restablecer un anormal desequilibrio neuroquímico o psíquico a nivel del sistema nervioso central o, cuanto más, a readaptar al individuo a las exi­gencias de las posibles inclusiones sociales contemporáneas (Duero & Shapoff 2009).

En el marco de esta perspectiva el diagnóstico psiquiátrico se posi­ciona como dispositivo y punto de partida necesario para toda política e intervención en el ámbito de la Salud Mental. Canastas de prestaciones, Orientaciones Técnicas para profesionales del área, Registros Estadísticos locales y centrales, Tratamientos Eficaces y la mayoría de los dispositivos que se traducen en prácticas en Salud Mental Pública están definidos por, y sólo son posibles a partir del diagnóstico. Sin diagnóstico específico, no hay intervención ni oferta posible. Con esto, no hay malestar posible en lo social susceptible de ser comprendido por las políticas de Salud Mental actuales. Es el acto diagnóstico individual, psíquico y biológico el momen­to en que la intervención se hace contingente. Las comprensiones "biop­sicosociales" quedan finalmente en el discurso, configurando un aderezo cuyo plato de fondo es un enfoque individualizante de la salud mental.

Esto es crucial, ya que es la validez del diagnóstico la que soporta todo el peso de la política y la práctica en Salud Mental Pública, y, como se pudiera esperar de los resultados de la política antes comentada, no son pocos los cuestionamientos a la validez del dispositivo diagnóstico que pueden proveer hipótesis sobre ello (Encina 2010)[3]. Sin embargo, y sin profundizar en dichos cuestionamientos, la alteración de los procedimien­tos diagnósticos específicos o, derechamente, su prescindencia o elimina­ción en la práctica de Salud Mental comportaría inevitablemente la desar­ticulación de casi la totalidad de los Programas y Proyectos de Interven­ción Social y de Salud puestos en esta temática. Esta vulnerabilidad del modelo político-público bien puede estimarse análogamente de las actua­les controversias científicas en psiquiatría acerca de la resistencia de tras­ladarse desde un modelo diagnóstico categorial (enfermedades como en­tidades discretas) hacia un modelo dimensional (continuo temático de trastornos), fundado en que dicho cambio traería como consecuencia inevitable la drástica e inmediata anulación de años de investigación ba­sada en diagnósticos categoriales que perderían su estatus de verdad, lle­vándose consigo también tratamientos, fármacos, cargos públicos, em­pleos, programas, proyecciones epidemiológicas, evaluaciones de impacto, estudios sociales, justificación financiera y una amplia gama de prácticas asociadas al operar del Sistema de Salud en el ámbito del bienestar men­tal.

 

2. Enfoque de determinantes sociales de la salud

 

En contraste a esta mirada convencional, y desde una perspectiva más amplia, el enfoque de Determinantes Sociales de la Salud (DDS) ha revelado de manera consistente el alto impacto que las condiciones políti­cas, sociales y económicas tienen sobre la calidad del estado de salud de las poblaciones, entregando datos categóricos tales como la ineludible confirmación de que mientras más baja es la condición socioeconómica de individuos y poblaciones, peor es el estado de salud de los mismos (OMS 2008b). Las relaciones sociales, las culturas, el lugar de residencia, la cali­dad y tipo de trabajo, así como la ascendencia indígena y el género, entre otras, han sido variables estudiadas con alta influencia en salud (Avison & Turner 1988; Berkman 1985; Marmot et al. 1991), explicando por sí solas más del 50% de la calidad de la salud de las poblaciones (OMS 2008b). En efecto, la gradiente que vincula el nivel de ingreso y los resultados en sa­lud resulta hoy una realidad inequívoca y bien establecida (León & Walt 2000). Consecuentemente, el enfoque de DDS se orienta a la promoción de la salud, estableciendo niveles deseables sin el requisito de la enferme­dad como condición necesaria para desencadenar las acciones de inter­vención.

De manera análoga, en el plano de la Salud Mental el análisis con­textual revelará alta complejidad para cada territorio y comunidad, con al­ta especificidad de sus componentes y, por lo tanto, de sus posibles inter­acciones, configurando escenarios variables para cada enclave. En esta lí­nea, el análisis de la serie de Encuestas Nacionales de Salud en Chile permite encontrar de manera consistente diferencias significativas en los indicadores de Salud Mental según factores de género, nivel socioeconó­mico, educacional, entre otras variables estructurales, asociando multiva­riada y contextualmente las sintomatologías de diagnósticos en Salud Mental en correspondencia con el enfoque de Determinantes Sociales de la Salud (OMS 2008b). A modo de ejemplo es posible afirmar consisten­temente que en Chile los pobres son más depresivos (MINSAL 2004, 2011a).

Sin embargo, y no obstante lo irrefutable que parece ser la investi­gación en torno a los DSS, la envergadura y extensión que implica diseñar e implementar políticas centrales que alteren dichas condicionantes es­tructurales hace poco útil y de poco impacto la ejecución de estudios parti­culares, transversales y sectorizados, requiriendo más bien de una amplia e intersectorial participación estatal y ciudadana que opere de manera ar­ticulada y constante en el tiempo. No obstante, ello no impide observar análisis menos extensos que orienten la intervención hacia niveles accesi­bles para organizaciones o colectividades locales (redes interaccionales), al tiempo que permita rescatar la particularidad territorial del fenómeno, cuestión que bien puede comprenderse atendiendo a las condiciones psi­cosociales que rondan la Salud Mental, aspecto este que se revisa a conti­nuación.

 

3. Salud mental como sus condiciones psicosociales

 

Asumiendo las dificultades metodológicas señaladas en el enfoque de DDS, es posible incluir dentro del análisis una serie de condicionantes sociales de orden no estructural que parecen jugar un rol intermedio entre aquellas variables individuales o personales y aquellas macrosociales, que bien pueden denominarse condiciones psicosociales. Lo psicosocial, desde la Psicología Social Comunitaria pueden entenderse como aquello que re­leva la importancia de los factores propiamente colectivos en la dinámica de los individuos y la sociedad (Montero 2005), lo cual incluso puede re­montarse a referentes clásicos tales como Durkheim, cuando juzgaba el papel protector de la integración social y la relevancia de la solidaridad or­gánica para el desarrollo en las sociedades modernas; Marx, al momento de señalar la importancia de la solidaridad enmarcada en los límites de la comunidad; o Weber, que indicaba la acción social y el carácter subjetivo de la acción (Avendaño 2012).

Desagregando el abanico de lo psicosocial, el concepto de capital social, como posible componente de las condiciones psicosociales, parece obtener rendimiento teórico en la medida que refiere a un conjunto de atributos que están presentes en una sociedad como intangibles que favo­recen el desempeño colectivo: la confianza, la reciprocidad y la acción so­cial con arreglo a normas compartidas, es decir, la participación, son di­mensiones constituyentes de este concepto articuladas a su vez como acti­tudes desplegadas en lo colectivo (Berkman 1985; Putman 2001; Coleman 1990; Lechner 2000). Por otra parte, se tiene que las condiciones psicoso­ciales se verían también afectadas por situaciones de vulneración genera­doras de estrés o percepción de poco control de la vida, tales como el es­trés financiero, estrés vital, percepción de riesgo, violencia e inseguridad que a su vez muestran estar asociados a los niveles de capital social (Barra et al 2006; MINSAL 2004, 2011a)[4].

Así, las condiciones psicosociales pueden configurarse conceptual­mente como la dinámica de aquellos recursos sociales disponibles -capital social- que se actualizan frente a situaciones sociales (Sapag & Kawachi 2007). Su expresión patente obtiene rendimiento empírico al manifestarse frecuentemente en el contexto de situaciones de vulneración que favorecen o dificultan su ejercicio, tales como la percepción de poco control, inseguridad, estrés financiero y otros,

Lo anterior, desde una perspectiva de Salud Mental Comunitaria, puede comprenderse como una relación directa entre estas condiciones y los niveles de salud mental de las poblaciones, lo que se traduciría en que la promoción de acciones colectivas incidirían en la forma en la que se le ha entendido clásicamente a la Salud Mental, es decir, en la expresión sin­tomatológica de la misma (Desviat 2001). Esto plantea cruciales reformu­laciones no tanto teóricas (que de estas ha habido muchas durante el siglo XX) como sí de la práctica de la política pública en la materia: en la forma de entender y ponderar la cura en la evaluación de los programas públicos de salud mental y su destinación de recursos, por una parte, y el lugar de la recuperación como posibilidad de un estado deseable que va más allá de la mera reducción sintomatológica, que involucra la inclusión en esfe­ras funcionales y que depende de la evaluación del propio consultante; por otra (Agrest & Drueta 2001).

Al respecto existen estudios que han demostrado una asociación positiva entre estas condiciones y salud mental (López & Sánchez 2001), estando vinculados también a intentos de formulación teórica que enri­quecen el proceso comprensivo  (McKenzie et al. 2002; Poblete et al. 2008). Algunas investigaciones de tipo transversal han logrado establecer una relación directa entre ambas variables y un estudio ha asociado con mayor intensidad los factores vinculados a la participación y la salud men­tal (De Silvaet al. 2007). Finalmente, la elaboración propia del autor res­pecto de las bases de datos de la última Encuesta Nacional de Salud (MINSAL 2011a) reporta también asociaciones significativas e inversas entre los niveles de participación y el índice de sintomatología depresiva elaborado para dicho instrumento.

Sin embargo, en general, se tiene que si bien teóricamente ambas variables debiesen aparecer altamente asociadas, se presenta una ausencia de evidencia explicada fundamentalmente por escasez de estudios, y, a la vez, una carencia de conceptualización profunda del abanico de lo "psico­social", emergiendo entonces la necesidad de comprender cuales son aquellas condiciones requeridas para su desarrollo.

Específicamente, la participación, como componente del capital so­cial, aparece como un recurso colectivo que tiene su registro histórico im­portante en la historia moderna de Chile y por lo tanto con mayor posibi­lidad de ser abordado desde una compresión que incluya la dimensión histórico-social del fenómeno. De hecho, parte importante de los procesos de modernización del Estado, impulsados desde la década de los 90 en Chile, posicionan a la participación ciudadana o comunitaria como un marco de referencia para la gestión pública y la democratización de los procesos de gestión (Anigstein 2008). En el ámbito de la salud, la partici­pación comunitaria ha tenido un fuerte impacto fundado principalmente en los beneficios de la involucración del usuario del sistema de salud para su misma salud, cuestión que bien ha formulado desde sus inicios la Psi­cología y la Sociología de la Salud (Stone 1988).

Sin embargo, si bien estas comprensiones alcanzan para promover la gestión de calidad de la institucionalidad en salud así como la inclusión de la voz de los usuarios del sistema, excluyen la observación de que el ac­to de participación en sí mismo podría tener incidencia en la propia salud mental de la colectividad involucrada. En este sentido, salud mental y la participación podrían comportar una imbricación ineludible que expresa a los componentes psicosociales como difícilmente reducibles a la sintoma­tología o al diagnóstico. Como se ha señalado, una mirada de recupera­ción considerará la salud mental como una amplia gama de dimensiones de inclusión, que repercuten en el sentido de existencia, el reconocimiento social, reducción de estigmatización, el apoyo de grupos y redes, la inser­ción laboral, entre otros factores que, justamente, se ha demostrado, son aquellos que más valora el paciente/usuario/consultante y que son necesa­rios a la hora del bienestar en términos de inserción social, funcional y es­tructural (Agrest & Drueta 2001; Corrigan et al. 2013;  Eliacin 2013). 

Así, salud mental y sus interacciones con las dimensiones del capital social, específicamente la participación, se posicionan como una posibili­dad de análisis sistémico, donde ambas se retroalimentan mutuamente e impactan en amplios ámbitos de la vida, desde quienes requieren de pre­vención en salud, atravesando quienes demandan ayuda, y hasta los que requieren una inclusión social más amplia. Luego, la participación en sa­lud y específicamente en Salud Mental puede constituir un proceso de suma eficiencia e innovación si se diseña en un programa ambicioso de intervención: el sujeto vinculado en la participación, en el acto mismo de participación, promociona la salud mental de otros y su comunidad, pre­viene la propia y se constituye como un actor clave para la gestión de cali­dad del Centro de Salud Mental al cual está vinculado u otro tipo de orga­nización, grupo o interacción. Es decir, se constituye en un triple proceso: clínico, ético y eficiente.

 

4. Participación y salud mental: Una comprensión sistémica

 

Considerando las conceptualizaciones de la Teoría de Sistemas, la atención sobre las condicionantes psicosociales implicadas en la participa­ción como forma de bienestar y salud mental permite obtener un análisis matizado al incorporar formulaciones sobre la inclusión/exclusión en el marco de la estructura de la sociedad actual. Desde esta mirada, los espa­cios de participación bien podrían comprenderse como instancias de in­clusión a sistemas, sus organizaciones o emergentes interaccionales. Se revisa a continuación el trasfondo estructural de los sistemas sociales que permite este análisis.

En contexto, la sociedad contemporánea, diferenciada funcional­mente y estructurada en sistemas parciales, configura un escenario hete­rárquico, es decir, sin una jerarquía ni vértice desde el cual se regule el operar global de la sociedad. En este sentido, los diversos sistemas funcio­nales (político, económico, salud, ciencia, etc.) tendrían sus propios vérti­ces, variables en sí, pero que comportan espacios de inclusión diversos. Así, y en contraste con la idea de integración social, la estructura de la so­ciedad contemporánea describiría que la inclusión nunca será completa, pues esta se puede dar en algunos de los sistemas funcionales mientras que en otros se estaría excluido (Luhmann 1998).

Lo interesante de esta formulación es que para la sociedad y sus operaciones (comunicaciones) los individuos aparecerían en tanto están incluidos parcialmente, momento en el cual se autodescribe como perso­nas (Luhmann 2007). Se puede así describir la persona estudiante (siste­ma educacional), persona padre (sistema familiar), persona ciudadano (sistema político), etc. Consecuentemente, el modo en que se estructuran los sistemas/entorno en la sociedad actual resulta gravitante respecto de la forma inclusión/exclusión, el modo en que se es persona y, con ello, la es­tabilidad de las expectativas.

En la sociedad funcionalmente diferenciada, esta forma permite que todos puedan eventualmente participar de todas las comunicaciones, lo que lleva a generar dispositivos equivalentes de pertenencia: la biografía como temporalización de la persona. Esto permite dirigir expectativas ob­servando su pasado; ya no es el pasado de familia o nobleza, sino el pasa­do de la persona, única observación que permite a la sociedad contempo­ránea anticipar el futuro.

Ahora, si bien todos eventualmente pueden participar, nunca se es parte integral de un sistema dado. Lo anterior configura una sociedad que no garantiza la inclusión, sino que la relativiza, construyendo perfiles de inclusión dinámicos e inciertos.

En este escenario, la individuación, en tanto semántica profunda­mente sedimentada en la cultura occidental encuentra su efectividad en la participación de los diversos sistemas parciales, donde la inclu­sión/exclusión va a estar mediada por logros personales e inscrita en una biografía recorrida por la persona (Dockendorff 2007). La organización re­duce esa complejidad como operación de los sistemas parciales, generan­do miembros, pero reduciendo a su vez la capacidad de integrar a todos. Si bien un sistema parcial puede incluir a todos generalizadamente (en tanto principios de igualdad, libertad, etc.), las organizaciones formales sólo pueden incluir a algunos. Con ello, se puede afirmar que la sociedad actual incluye y excluye simultáneamente.

Así, el esquema inclusión/exclusión permite comprender el trasfon­do de la participación colectiva en los procesos de modernización, donde se evidencia un deterioro de los lazos asociativos y proyectos comunita­rios: en tanto se reconoce la inclusión en los sistemas formales como al­tamente variable e incierta, existe entonces el riesgo de dejar de pertene­cer, sin permitir la generación de una biografía colectiva y siendo despla­zada por lo individual. Con esto, el sentido de pertenencia y la autodes­cripción de lo colectivo ceden paso a su análogo estructural diferenciado, fragmentado las identidades colectivas en favor de la individuación.

Frente a la carencia de una institucionalidad que estabilice el sentido colectivo, las redes interaccionales no alcanzan para construir  proyectos que comporten decisiones y se presentan a nivel de motivaciones perso­nales, siendo altamente complejo coordinar y acoplar ambos niveles, y causando el fracaso y frustración de muchos proyectos comunitarios (Ar­nold et al. 2008).

Una aproximación sincrónica con la estructura de la sociedad con­temporánea se acercaría a este diagnóstico esbozando que la asociatividad colectiva no ha desaparecido, sino que ha cambiado sus formas de opera­ción, siendo la observación de estas más compleja. La diversificación de las formas solidarias y vínculos de colaboración parecen entonces compar­tir, en una aparente paradoja, la semántica de la individuación: colabora­ción e individuación como componentes que se contrarrestan pero que obedecen de un mismo principio (Arnold et al. 2008).

Lo relevante parece ser entonces reconocer la paradoja de la partici­pación en la individuación y las asincronías que el discurso de los proyec­tos colectivos comporta, siendo fundamental rescatar el sentido local de las empresas colectivas. Institucionalizar o estandarizar los procedimien­tos mediantes los cuales se pueden generar condiciones para proyectos colectivos que incidan en el bienestar y salud mental caería en la inescru­table complejidad de las motivaciones personales propias de ciertos encla­ves territoriales específicos. La historia de la conformación de la comuna de La Pintana, así como sus condiciones sociales y psicosociales, resultan radicalmente distintas a la de Santiago, Vitacura o Pudahuel, con lo cual las motivaciones personales y colectivas, así como las decisiones organiza­cionales posibles resultan inconmensurables.

El objetivo actual de la participación entonces es comprender su in­certeza, la dificultad de establecer expectativas compartidas y la labilidad de su mantención en un escenario de diferenciación funcional de la socie­dad y de la amplia y profunda disponibilidad de semánticas de lo indivi­dual. La Salud Mental que se proyecta desde los vínculos asociativos pare­ce un requerimiento constante, necesario, mientras estos se actualizan en la contingencia de lo individual,  revelando el núcleo de vulneración que enfrenta el modelo de participación, la dificultad para el análisis y las po­sibilidades de intervención.

 

5. Algunas posibilidades de proyección

 

El operar del sistema de salud (o de la medicina), entendido desde la Teoría de Sistemas Sociales, tiene su operar en su valor positivo, es de­cir, en la enfermedad. La salud no representa nada más que la reflexión de aquello que falta cuando hay enfermedad. El sistema actúa, como se ha revisado para las políticas públicas en Salud Mental, sólo cuando se en­frenta la enfermedad.

En este sentido, la Salud Mental, conceptualizada desde las condi­ciones psicosociales e íntimamente vinculadas con la construcción de vínculos asociativos colectivos, parece ser un fenómeno ajeno al sistema de la medicina. Este último desarrolla descripciones reticulares de la en­fermedad mientras la salud aparece vacía de contenidos.

Esto último comporta relevancia en la medida que el estado actual de esta mirada acerca la Salud Mental carece de descripciones (incluso terminología) que permitan un análisis más profundo. De hecho, la mis­ma descripción como Salud Mental hace referencia a un fenómeno que ocurre en el sistema psíquico de las personas, aun cuando se ha relevado el carácter social de su propia construcción, cuestión que, al parecer, tiene sus obstáculos en las posibilidades autodescriptivas que permiten hoy las comunicaciones en la sociedad.

Al intentar conceptualizar ese vacío, parece ser que lo que muestra la Salud Mental es un espacio de intersección entre el sistema social y el sistema psíquico que se comportaría altamente interpenetrados. En este sentido, y aun cuando se asuma la oclusión operacional de los sistemas y sólo su posible acoplamiento, no deja de ser relevante enfocar la mirada hacia una "cuantificación" o nivelación de su interpenetración. Las obser­vaciones respecto de la vinculación entre lo mental y lo social permiten suponer que el grado en que la interpenetración ocurre resulta en un fe­nómeno altamente estrecho, necesario, recursivo, distinto a la interpene­tración que pueda ocurrir entre otros sistemas.

El desafío es entonces estimar  la configuración de inclusiones nece­sarias (operaciones sociales) que permitan constatar el reporte de bienes­tar y Salud Mental de la población (operaciones psíquicas), todo, en un escenario de diferenciación funcional de los sistemas que improbabiliza la inclusión y el dinamismo de las redes organizacionales e interaccionales que particularizan y complejizan la decisión.

Luego, la pregunta acerca de los espacios de inclusión más relevan­tes para un territorio y/o comunidad dada parece ser la piedra angular desde la cual articular principios transversales en la intervención pública y en el diseño de las políticas asociadas, las cuales necesariamente tienen que construirse con la comunidad como actor protagónico. Es decir, para el fenómeno emergente que viene a expresar la Salud Mental, parece re­querirse no más sino mejor inclusión, atendiendo a las formas de asociati­vidad que mayormente generan motivación en los involucrados y a sus posibilidades, permitiendo la identificación de necesidades de inclusión que pueden estar asociadas a organizaciones formales de determinados sistemas (con la incerteza que ello conlleva) hasta redes interaccionales que pudieran permanecer como remanentes de sociedades segmentarias. Se trata, finalmente, de identificar aquellos espacios de inclusión que sean más fluidamente acoplados a las motivaciones personales, considerando aspectos históricos, sociales y organizacionales que particularizan cada enclave territorial.

La posibilidad de desarrollar una línea de investigación/intervención de estos particulares, en la medida que incorpora una visión de salud mental como estado previo, más amplio que la ausencia de enfermedad, bien podría influir en la naturalización y desestigmatización de la Salud Mental, en un escenario donde más del 50% de población que requiere tratamiento no lo recibe por temor a ser discriminado, constituyendo uno de los principales obstáculos al acceso. Los posibles hallazgos de asocia­ción entre estos factores además permitiría avanzar en la construcción de modelos de intervención eficientes en la medida que el fomento de la par­ticipación colectiva y otras condiciones psicosociales puede producir el doble efecto de (1) incidir en el aumento de niveles de la propia salud mental de la comunidad y, en ese mismo acto de participación, (2) se aporta a la gestión institucional (orgánica) de salud local mediante planes de intervención ajustados, incidiendo con ello en la calidad del  desempe­ño institucional.

Las condiciones para desarrollar estas investigaciones parecen hoy más pertinentes que nunca. Esto se puede evaluar en la alta consonancia de estas comprensiones con los resultados de la Evaluación del Sistema de Salud Mental chileno realizado por la OMS en 2006 (OMS 2006), donde se destaca el crítico estado actual de la Salud Mental en Chile y la poca presencia de estudios de impacto en la materia. Asimismo, se vincula es­pecialmente con ámbitos centrales de las actuales Estrategia Nacional de Salud Mental (MINSAL 2011b) y la Estrategia Nacional de Salud (MIN­SAL 2011c) sobre la importancia de producir políticas que no sólo se vin­culen con la población y sus determinantes sociales en cuanto a conteni­dos, sino también que la formas en que se desarrollen esas políticas incor­poren de manera relevante la participación ciudadana en la gestión públi­ca.

Pareciera ser el momento entonces para profundizar las observacio­nes posibles del lado "negativo" de la Salud Mental actual, esto es, la sa­lud propiamente dicha, donde la inclusión al sistema de recuperación no comporte indiscutiblemente la exclusión de otros sistemas por la descrip­ción patológica. La creación de dispositivos del lado menos atendido de la salud parece hoy una posibilidad y una necesidad si se quiere intervenir de forma efectiva en las políticas públicas de salud mental. El lado a ob­servar de la salud, hoy, es la salud.RM

 

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Fuentes de Internet

 

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Sobre el autor

Esteban Encina Zúñiga es Coordinador de Extensión del Equipo de Trabajo y Asesoría sistémica Programa eQtasis, Universidad de Chile. Psicólogo por la Universidad de Chile. Entre sus líneas de especialización se encuentran: Participación Comunitaria en Salud Mental, Políticas Públicas en Salud Mental e Intervenciones sistémicas en Salud Mental. Entre sus últimas publicaciones se destacan: (en coautoría con Felipe Gálvez) La familiarización de los programas de intervención psicosocial: Asincronía entre dis­cursos y prácticas (2013), Manual de Herramientas Teórico-Prácticas para la Preven­ción Selectiva e Intervención Temprana (2012).

 

Contacto

Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Chile

Departamento de Psicología

Capitán Ignacio Carrera Pinto 1045, Ñuñoa

Santiago, Chile

estean@gmail.com

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Recibido: Diciembre 2013

Aceptado: Abril 2014

 

Notas


[1] A diferencia de la evaluación tradicional, basada únicamente en estadísticas de muerte, los indicadores compuestos implementados desde la década de los '90 consideran tanto el componente de muerte prematura como los años vividos con discapacidad, incorporando así patologías que si bien pueden no desencadenar muerte en el corto plazo, sí generan altos costos derivados de la inhabilidades que producen.

[2] En efecto, la Estrategia Nacional de Salud para el periodo 2011-2020 traza justamente como uno de sus objetivos estratégicos la construcción y establecimiento de indicadores que permitan evaluar el impacto de los programas en salud mental, reconociendo con ello su baja planificación para la política pública previa.

[3] Desde cuestionamientos de orden metodológico al dispositivo diagnóstico -tales como la imposibilidad de eliminar subjetividades y vinculaciones culturales a la hora de evaluar criterios diagnósticos así como las prácticas de evaluación de tratamientos-, atravesando la dimensión ética -consecuencias en quien es diagnosticado: disminución de autoestima por rotulación de enfermedad "crónica" e "incurable", incidencia de ello en ideación suicida, brechas de acceso a tratamiento por discriminación-, y política -incursión de dominios de mercado en el establecimiento de lo que debe ser considerado un tratamiento efectivo-, pero contundentemente epistemológicas y ontológicas -inconsistencias en qué es lo que se considera una enfermedad mental  y cómo se puede comprender-, configuran un terreno que, sumado al panorama actual patente en el país, genera cuestionamientos tanto a las bases del diseño de las políticas como a la operación efectivas de las mismas (Encina, 2010).

[4] Elaboración y análisis estadístico propio sobre las Bases de Datos de las Encuestas Nacionales de Salud del años 2003 y del 2009-2010. Solicitadas en mayo de 2013 en www.minsal.cl.